SOBRE EL ADVIENTO
Por el Cardenal Joseph Ratzinger – Benedicto XVI
«El Adviento y la Navidad han experimentado un incremento de su aspecto
externo y festivo profano tal que en el seno de la Iglesia surge de la fe misma
una aspiración a un Adviento auténtico: la insuficiencia de ese ánimo festivo
por sí sólo se deja sentir, y el objetivo de nuestras aspiraciones es el núcleo
del acontecimiento, ese alimento del espíritu fuerte y consistente del que nos
queda un reflejo en las palabras piadosas con que nos felicitamos las pascuas.
¿Cuál es ese núcleo de la vivencia del Adviento?
Podemos tomar como punto de partida la palabra «Adviento»; este término
no significa «espera», como podría suponerse, sino que es la traducción de la
palabra griega parusía, que significa «presencia», o mejor dicho, «llegada», es
decir, presencia comenzada. En la antigüedad se usaba para designar la
presencia de un rey o señor, o también del dios al que se rinde culto y que
regala a sus fieles el tiempo de su parusía.
Es decir, que el Adviento significa la presencia comenzada de Dios
mismo. Por eso nos recuerda dos cosas: primero, que la presencia de Dios en el
mundo ya ha comenzado, y que él ya está presente de una manera oculta; en
segundo lugar, que esa presencia de Dios acaba de comenzar, aún no es total,
sino que esta en proceso de crecimiento y maduración. Su presencia ya ha
comenzado, y somos nosotros, los creyentes, quienes, por su voluntad, hemos de
hacerlo presente en el mundo. Es por medio de nuestra fe, esperanza y amor como
él quiere hacer brillar la luz continuamente en la noche del mundo. De modo que
las luces que encendamos en las noches oscuras de este invierno serán a la vez
consuelo y advertencia: certeza consoladora de que «la luz del mundo» se ha
encendido ya en la noche oscura de Belén y ha cambiado la noche del pecado
humano en la noche santa del perdón divino; por otra parte, la conciencia de
que esta luz solamente puede —y solamente quiere— seguir brillando si es
sostenida por aquellos que, por ser cristianos, continúan a través de los
tiempos la obra de Cristo.
La luz de Cristo quiere iluminar la noche del mundo a través de la luz
que somos nosotros; su presencia ya iniciada ha de seguir creciendo por medio
de nosotros. Cuando en la noche santa suene una y otra vez el himno Hodie
Christus natus est, debemos recordar que el inicio que se produjo en Belén
ha de ser en nosotros inicio permanente, que aquella noche santa es nuevamente
un «hoy» cada vez que un hombre permite que la luz del bien haga desaparecer en
él las tinieblas del egoísmo (...) El niño‑Dios nace allí donde se obra por
inspiración del amor del Señor, donde se hace algo más que intercambiar
regalos.
Adviento significa presencia de Dios ya comenzada, pero también tan sólo
comenzada. Esto implica que el cristiano no mira solamente a lo que ya ha sido
y ya ha pasado, sino también a lo que está por venir. En medio de todas las
desgracias del mundo tiene la certeza de que la simiente de luz sigue creciendo
oculta, hasta que un día el bien triunfará definitivamente y todo le estará
sometido: el día que Cristo vuelva. Sabe que la presencia de Dios, que acaba de
comenzar, será un día presencia total. Y esta certeza le hace libre, le presta
un apoyo definitivo (...)».
Alegraos en el Señor
(...) “Alegraos, una vez más os lo digo: alegraos”. La alegría es
fundamental en el cristianismo, que es por esencia evangelium, buena
nueva. Y sin embargo es ahí donde el mundo se equivoca, y sale de la Iglesia en
nombre de la alegría, pretendiendo que el cristianismo se la arrebata al hombre
con todos sus preceptos y prohibiciones. Ciertamente, la alegría de Cristo no
es tan fácil de ver como el placer banal que nace de cualquier diversión.
Pero sería falso traducir las palabras: «Alegraos en el Señor» por estas
otras: «Alegraos, pero en el Señor», como si en la segunda frase se quisiera
recortar lo afirmado en la primera. Significa sencillamente «alegraos en el
Señor», ya que el apóstol evidentemente cree que toda verdadera alegría está en
el Señor, y que fuera de él no puede haber ninguna. Y de hecho es verdad que
toda alegría que se da fuera de él o contra él no satisface, sino que, al
contrario, arrastra al hombre a un remolino del que no puede estar
verdaderamente contento. Por eso aquí se nos hace saber que la verdadera
alegría no llega hasta que no la trae Cristo, y que de lo que se trata en
nuestra vida es de aprender a ver y comprender a Cristo, el Dios de la gracia,
la luz y la alegría del mundo. Pues nuestra alegría no será auténtica hasta que
deje de apoyarse en cosas que pueden sernos arrebatadas y destruidas, y se
fundamente en la más íntima profundidad de nuestra existencia, imposible de
sernos arrebatada por fuerza alguna del mundo. Y toda pérdida externa debería
hacernos avanzar un paso hacia esa intimidad y hacernos más maduros para
nuestra vida auténtica.
Así se echa de ver que los dos cuadros laterales del tríptico de
Adviento, Juan y María, apuntan al centro, a Cristo, desde el que son
comprensibles. Celebrar el Adviento significa, dicho una vez más, despertar a
la vida la presencia de Dios oculta en nosotros. Juan y María nos enseñan a
hacerlo. Para ello hay que andar un camino de conversión, de alejamiento de lo
visible y acercamiento a lo invisible. Andando ese camino somos capaces de ver
la maravilla de la gracia y aprendemos que no hay alegría más luminosa para el
hombre y para el mundo que la de la gracia, que ha aparecido en Cristo. El
mundo no es un conjunto de penas y dolores, toda la angustia que exista en el
mundo está amparada por una misericordia amorosa, está dominada y superada por
la benevolencia, el perdón y la salvación de Dios. Quien celebre así el
Adviento podrá hablar con derecho de la Navidad feliz bienaventurada y llena de
gracia. Y conocerá cómo la verdad contenida en la felicitación navideña es algo
mucho mayor que ese sentimiento romántico de los que la celebran como una
especie de diversión de carnaval».
Estar preparados...
«En el capitulo 13 que Pablo escribió a los cristianos en Roma, dice el
Apóstol lo siguiente: “La noche va muy avanzada y se acerca ya el día.
Despojémonos, pues, de las obras de las tinieblas y vistamos las armas de la
luz. Andemos decentemente y como de día, no viviendo en comilonas y
borracheras, ni en amancebamientos y libertinajes, ni en querellas y envidias,
antes vestíos del Señor Jesucristo...”
Según eso, Adviento significa ponerse en pie, despertar, sacudirse del
sueño. ¿Qué quiere decir Pablo? Con términos como “comilonas, borracheras,
amancebamientos y querellas” ha expresado claramente lo que entiende por
«noche». Las comilonas nocturnas, con todos sus acompañamientos, son para él la
expresión de lo que significa la noche y el sueño del hombre. Esos banquetes se
convierten para San Pablo en imagen del mundo pagano en general que, viviendo
de espaldas a la verdadera vocación humana, se hunde en lo material, permanece
en la oscuridad sin verdad, duerme a pesar del ruido y del ajetreo. La comilona
nocturna aparece como imagen de un mundo malogrado. ¿No debemos reconocer con
espanto cuan frecuentemente describe Pablo de ese modo nuestro paganizado
presente? Despertarse del sueño significa sublevarse contra el conformismo del
mundo y de nuestra época, sacudirnos, con valor para la virtud v la fe, sueño
que nos invita a desentendernos de nuestra vocación y nuestras mejores
posibilidades. Tal vez las canciones del Adviento, que oímos de nuevo esta
semana se tornen señales luminosas para nosotros que nos muestran el camino y
nos permiten reconocer que hay una promesa más grande que la del dinero, el
poder y el placer. Estar despiertos para Dios y para los demás hombres: he ahí
el tipo de vigilancia a la que se refiere el Adviento, la vigilancia que
descubre la luz y proporciona más claridad al mundo».
Juan el Bautista y María
«Juan el Bautista y María son los dos grandes prototipos de la
existencia propia del Adviento. Por eso, dominan la liturgia de ese período.
¡Fijémonos primero en Juan el Bautista! Está ante nosotros exigiendo y
actuando, ejerciendo, pues, ejemplarmente la tarea masculina. Él es el que
llama con todo rigor a la metanoia, a transformar nuestro modo de
pensar. Quien quiera ser cristiano debe “cambiar” continuamente sus
pensamientos. Nuestro punto de vista natural es, desde luego, querer afirmarnos
siempre a nosotros mismos, pagar con la misma moneda, ponernos siempre en el
centro. Quien quiera encontrar a Dios tiene que convertirse interiormente una y
otra vez, caminar en la dirección opuesta. Todo ello se ha de extender también
a nuestro modo de comprender la vida en su conjunto. Día tras día nos topamos
con el mundo de lo visible.
Tan violentamente penetra en nosotros a través de carteles, la radio, el
tráfico y demás fenómenos de la vida diaria, que somos inducidos a pensar que
sólo existe él. Sin embargo, lo invisible es, en verdad, más excelso y posee
más valor que todo lo visible. Una sola alma es, según la soberbia expresión de
Pascal, más valiosa que el universo visible. Mas para percibirlo de forma viva
es preciso convertirse, transformarse interiormente, vencer la ilusión de lo
visible y hacerse sensible, afinar el oído y el espíritu para percibir lo
invisible. Aceptar esta realidad es más importante que todo lo que, día tras
día, se abalanza violentamente sobre nosotros. Metanoiete: dad una nueva
dirección a vuestra mente, disponedla para percibir la presencia de Dios en el
mundo, cambiad vuestro modo de pensar, considerar que Dios se hará presente en
el mundo en vosotros y por vosotros. Ni siquiera Juan el Bautista se eximió del
difícil acontecimiento de transformar su pensamiento, del deber de convertirse.
¡Cuán cierto es que éste es también el destino del sacerdote y de cada
cristiano que anuncia a Cristo, al que conocemos y no conocemos!».
(Fuente: conoceris de verdad.org")