martes, 31 de julio de 2012

San Ignacio de Loyola


Martirologio Romano: Memoria de san Ignacio de Loyola, presbítero, quien, nacido en el País Vasco, en España, pasó la primera parte de su vida en la corte como paje del contador mayor hasta que, herido gravemente, se convirtió. Completó los estudios teológicos en París y conquistó sus primeros compañeros, con los que más tarde fundaría en Roma la Compañía de Jesús, ciudad en la que ejerció un fructuoso ministerio escribiendo varias obras y formando a sus discípulos, todo para mayor gloria de Dios (1556).

San Ignacio de Loyola supo transmitir a los demás su entusiasmo y amor por defender la causa de Cristo.

Un poco de historia

Nació y fue bautizado como Iñigo en 1491, en el Castillo de Loyola, España. De padres nobles, era el más chico de ocho hijos. Quedó huérfano y fue educado en la Corte de la nobleza española, donde le instruyeron en los buenos modales y en la fortaleza de espíritu.

Quiso ser militar. Sin embargo, a los 31 años en una batalla, cayó herido de ambas piernas por una bala de cañón. Fue trasladado a Loyola para su curación y soportó valientemente las operaciones y el dolor. Estuvo a punto de morir y terminó perdiendo una pierna, por lo que quedó cojo para el resto de su vida.
Durante su recuperación, quiso leer novelas de caballería, que le gustaban mucho. Pero en el castillo, los únicos dos libros que habían eran: Vida de Cristo y Vidas de los Santos. Sin mucho interés, comenzó a leer y le gustaron tanto que pasaba días enteros leyéndolos sin parar. Se encendió en deseos de imitar las hazañas de los Santos y de estar al servicio de Cristo. Pensaba: “Si esos hombres estaban hechos del mismo barro que yo, también yo puedo hacer lo que ellos hicieron”.

Una noche, Ignacio tuvo una visión que lo consoló mucho: la Madre de Dios, rodeada de luz, llevando en los brazos a su Hijo, Jesús.
Iñigo pasó por una etapa de dudas acerca de su vocación. Con el tiempo se dio cuenta que los pensamientos que procedían de Dios lo dejaban lleno de consuelo, paz y tranquilidad. En cambio, los pensamientos del mundo le daban cierto deleite, pero lo dejaban vacío. Decidió seguir el ejemplo de los santos y empezó a hacer penitencia por sus pecados para entregarse a Dios.
A los 32 años, salió de Loyola con el propósito de ir peregrinando hasta Jerusalén. Se detuvo en el Santuario de Montserrat, en España. Ahí decidió llevar vida de oración y de penitencia después de hacer una confesión general. Vivió durante casi un año retirado en una cueva de los alrededores, orando.

Tuvo un período de aridez y empezó a escribir sus primeras experiencias espirituales. Éstas le sirvieron para su famoso libro sobre “Ejercicios Espirituales”. Finalmente, salió de esta sequedad espiritual y pasó al profundo goce espiritual, siendo un gran místico.
Logró llegar a Tierra Santa a los 33 años y a su regreso a España, comenzó a estudiar. Se dio cuenta que, para ayudar a las almas, eran necesarios los estudios.

Convirtió a muchos pecadores. Fue encarcelado dos veces por predicar, pero en ambas ocasiones recuperó su libertad. Él consideraba la prisión y el sufrimiento como pruebas que Dios le mandaba para purificarse y santificarse.

A los 38 años se trasladó a Francia, donde siguió estudiando siete años más. Pedía limosna a los comerciantes españoles para poder mantener sus estudios, así como a sus amigos. Ahí animó a muchos de sus compañeros universitarios a practicar con mayor fervor la vida cristiana. En esta época, 1534, se unieron a Ignacio 6 estudiantes de teología. Motivados por lo que decía San Ignacio, hicieron con él voto de castidad, pobreza y vida apostólica, en una sencilla ceremonia.
San Ignacio mantuvo la fe de sus seguidores a través de conversaciones personales y con el cumplimiento de unas sencillas reglas de vida. Poco después, tuvo que interrumpir sus estudios por motivos de salud y regresó a España, pero sin hospedarse en el Castillo de Loyola.

Dos años más tarde, se reunió con sus compañeros que se encontraban en Venecia y se trasladaron a Roma para ofrecer sus servicios al Papa. Decidieron llamar a su asociación la Compañía de Jesús, porque estaban decididos a luchar contra el vicio y el error bajo el estandarte de Cristo. Paulo II convirtió a dos de ellos profesores de la Universidad. A Ignacio, le pidió predicar los Ejercicios Espirituales y catequizar al pueblo. Los demás compañeros trabajaban con ellos.

Ignacio de Loyola, de acuerdo con sus compañeros, resolvió formar una congregación religiosa que fue aprobada por el Papa en 1540. Añadieron a los votos de castidad y pobreza, el de la obediencia, con el que se comprometían a obedecer a un superior general, quien a su vez, estaría sujeto al Papa.

La Compañía de Jesús tuvo un papel muy importante en contrarrestar los efectos de la Reforma religiosa encabezada por el protestante Martín Lutero y con su esfuerzo y predicación, volvió a ganar muchas almas para la única y verdadera Iglesia de Cristo.
Ignacio pasó el resto de su vida en Roma, dirigiendo la congregación y dedicado a la educación de la juventud y del clero, fundando colegios y universidades de muy alta calidad académica.

Para San Ignacio, toda su felicidad consistía en trabajar por Dios y sufrir por su causa. El espíritu “militar” de Ignacio y de la Compañía de Jesús se refleja en su voto de obediencia al Papa, máximo jefe de los jesuítas.

Su libro de “Ejercicios Espirituales” se sigue utilizando en la actualidad por diferentes agrupaciones religiosas.
San Ignacio murió repentinamente, el 31 de julio de 1556. Fue beatificado el 27 de julio de 1609 por Pablo V, y canonizado en 1622 por Gregorio XV.

¿Qué nos enseña su vida?

  A ser fuertes ante los problemas de la vida.
 A saber desprendernos de las riquezas.
  A amar a Dios sobre todas las cosas.
  A saber transmitir a los demás el entusiasmo por seguir a Cristo.
  A vivir la virtud de la caridad ya que él siempre se preocupaba por los demás.
  A perseverar en nuestro amor a Dios.
  A ser siempre fieles y obedientes al Papa, representante de Cristo en la Tierra.

Oración

Virgen María, ayúdanos a demostrar en nuestra vida de católicos convencidos, una profunda obediencia a la Iglesia y al Papa, tal como San Ignacio nos lo enseñó con su vida de servicio a los demás.
Amén.


jueves, 26 de julio de 2012

Santoa Joaquín y Ana - padres de la Santisima Virgen María

Una antigua tradición, datada ya en el siglo II, atribuye los nombres de Joaquín y Ana a los padres de la Virgen María. El culto aparece para Santa Ana ya en el siglo VI y para San Joaquín un poco más tarde. La devoción a los abuelos de Jesús es una prolongación natural al cariño y veneración que los cristianos demostraron siempre a la Madre de Dios.
La antífona de la misa de hoy dice: "Alabemos a Joaquín y Ana por su hija; en ella les dio el Señor la bendición de todos los pueblos".

La madre de nuestra Señora, la Virgen María, nació en Belén. El culto de sus padres le está muy unido. El nombre Ana significa "gracia, amor, plegaria". La Sagrada Escritura nada nos dice de la santa. Todo lo que sabemos es legendario y se encuentra en el evangelio apócrifo de Santiago, según el cual a los veinticuatro años de edad se casó con un propietario rural llamado Joaquín, galileo, de la ciudad de Nazaret. Su nombre significa "el hombre a quien Dios levanta", y, según san Epifanio, "preparación del Señor". Descendía de la familia real de David.

Moraban en Nazaret y, según la tradición, dividían sus rentas anuales, una de cuyas partes dedicaban a los gastos de la familia, otra al templo y la tercera a los más necesitados.

Llevaban ya veinte años de matrimonio y el hijo tan ansiado no llegaba. Los hebreos consideraban la esterilidad como algo oprobioso y un castigo del cielo. Se los menospreciaba y en la calle se les negaba el saludo. En el templo, Joaquín oía murmurar sobre ellos, como indignos de entrar en la casa de Dios.

Joaquín, muy dolorido, se retira al desierto, para obtener con penitencias y oraciones la ansiada paternidad Ana intensificó sus ruegos, implorando como otras veces la gracia de un hijo. Recordó a la otra Ana de las Escrituras, cuya historia se refiere en el libro de los Reyes: habiendo orado tanto al Señor, fue escuchada, y asi llegó su hijo Samuel, quien más tarde seria un gran profeta.

Y así también Joaquín y Ana vieron premiada su constante oración con el advenimiento de una hija singular, Maria. Esta niña, que había sido concebida sin pecado original, estaba destinada a ser la madre de Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado.

Desde los primeros tiempos de la Iglesia ambos fueron honrados en Oriente; después se les rindió culto en toda la cristiandad, donde se levantaron templos bajo su advocación.

Aunque el culto de la madre de la santísima Virgen María se había difundido en Occidente, especialmente desde el siglo XII, su fiesta comenzó a celebrarse en el siglo siguiente

(Fuente: Catholic net.)

miércoles, 25 de julio de 2012

Los gestos sacramentales - Su historia y significados

Nótese que al título hemos añadido las palabras "Su historia y significados" con el fin de orientar a quienes se interesan por este tema. Al mismo tiempo será de utilidad para cualquiera que acceda al texto proporcionándole la oportunidad de comprender y amar la liturgia.

Capítulo 3 º: Los gestos de la Plegaria (parte 2 ª)

b) La plegaria en dirección al Oriente y con los ojos hacia el cielo.

El gesto era muy común en los cultos paganos y entre los hebreos, quienes oraban en dirección al templo de Jerusalén; pero los cristianos, adoptándolo, le dieron un motivo enteramente propio y original. Jesús, según el salmista, subió al cielo por la parte de oriente, donde actualmente se encuentra (el cielo), y del oriente había dicho que debíamos esperar su retorno. Maranatha! Veni, Domine Iesu! (1), oraba ya el autor de la Didaché. Las Constituciones Apostólicas se refieren a este primordial significado cuando prescriben que después de la homilía, estando de pie y dirigidos hacia el oriente... todos a una sola voz oren a Dios, que subió al cielo superior por la parte del oriente. Además, del oriente sale la luz, los cristianos son llamados hijos de la luz, y su Dios, la verdadera luz del mundo, es el Oriente, el Sol de Justicia. En el oriente estaba situado el paraíso terrenal, "y nosotros -escribe San Basilio-, cuando oramos, miramos hacia el oriente, pero pocos sabemos que buscamos la antigua patria."

Debemos tener en cuenta que la orientación en la plegaria (orientarse es buscar el oriente como referencia) era, sobre todo, una costumbre oriental, mucho menos conocida en Occidente, al menos en su origen. Solamente más tarde, hacia los siglos VII-VIII, por influencias bizantino-galicanas, se sintió el escrúpulo de la orientación, que se manifestó en la construcción de las iglesias, así como en la posición de los fieles y del celebrante durante la oración. El Ordo Romanus lo atestigua para Roma. Terminado el canto del Kyrie, nota la rúbrica: Dirigens se pontifex contra populum, dicens " pax vobis " et regirans se ad orientem, usquedum finiatur. Post hoc dirigens se iterum ad populum, dicit "pax vobis" et regirans se ad orientem, dicit oremus ." Et sequitur oratio (2) . Todavía algún tiempo después, un sacramentario gregoriano del siglo IX prescribe que en el Jueves Santo el obispo pronuncie en la solemne oración consecratoria del crisma respiciens ad orientem (3). Después su práctica, si bien no desconocida por la devoción privada medieval, tuvo entre nosotros una escasa aceptación y ningún reconocimiento oficial en la liturgia.

Sin embargo, un gesto que se puede considerar equivalente, común también a los hebreos y gentiles, prevaleció en Roma y en África: el de orar no sólo con los brazos, sino también con los ojos dirigidos al cielo. Ya Tertuliano lo ponía de relieve: Illud ( ad caelum ) suspicientes oramus (4). Y es cierto que el antiquísimo prólogo de la anáfora, cuando amonestaba con el Sursum corda... (5) invitaba a adoptar el gesto que mejor expresaba aquel sentimiento: levantar los ojos al cielo, como leemos en una fórmula del Testamentum Domini ( Proclamatio diaconi ) : Sursum oculos cordium vestrorum, Angeli inspiciunt (6). En esta postura, el emperador Constantino mandó acuñar algunas monedas, de las cuales poseemos todavía algunos ejemplares: vultu in caelum sublato, et manibus expansis instar precantis (7).

Las actuales rúbricas del misal prescriben varias veces al celebrante que adopte este gesto de filial confianza en Dios, distinguiendo una doble forma del mismo:

a ) Una simple mirada al cielo (indicado por la cruz) al Munda cor meum antes del evangelio; al Suscipe Sancte Pater, del ofertorio; al Súscipe, Sancta Trinitas, antes de la bendición, y al Te igitur, al comienzo del canon; después de aquella mirada, los ojos se repliegan súbitamente sobre el altar ( statím demissis oculis ) (8).

b ) Una mirada fija y prolongada mientras se profieren las palabras “ Veni, Sanctificator omnipotens aeterne Deus”, en el ofertorio, al “ et elevatis oculis in coelum” que precede a la consagración y al “ Benedicat vos, omnipotens Deus” (9) , en la bendición final.

c) La oración de rodillas.

Como veremos más adelante, esta plegaria, en la liturgia, es, sobre todo, un gesto de carácter penitencial; sin embargo, en la devoción privada es la actitud que mejor responde a las ordinarias elevaciones de la criatura hacia Dios. San Pablo nos habla de ella en este sentido: Flecto genua mea ad Patrem D. N. lesu Christi (10). Debía ser tal como es todavía la postura normal del cristiano en sus oraciones privadas. Constantino, según Eusebio, in intimis palatií sui penetralibus, quotidie, statis horis, sese includens, remotis arbitris, solus cum solo colloquebatur Deo et in genua provolutus, ea quibus opus haberet, supplici prece postulabat (11). Algunas veces, sin embargo, el ponerse de rodillas es el efecto de una intensa emoción religiosa del alma. Cristo, positis genibus (12) oró en Getsemaní; San Esteban se arrodilló para unirse a Dios en el momento supremo; San Ignacio, de rodillas, oró por las iglesias antes de su martirio: cum genuflexione omnium fratrum (13). Por un motivo parecido es por lo que la rúbrica prescribe arrodillarse durante el solemne momento de la consagración y de la elevación, ante el Santísimo Sacramento expuesto y en el canto de algunas invocaciones enfáticas: Veni, Sáncte Spiritus; O crux, ave; Ave, maris stella (14).

d) La oración con las manos juntas.

Es un gesto muy expresivo y edificante, pero que no encontró precedentes en los antiguos, salvo un texto de la Passio Perpetuae, escrita alrededor del 200. Describiendo una de sus visiones, Perpetua dice haber visto a un anciano con traje de pastor que le daba de cáseo quod mulgebat quasi buccellam; et ego accepi iunctis manibus, et manducavi et universi círcumstantes dixerunt: Amen (15).

La costumbre de las manos juntas nació en la Edad Media y muy posiblemente deriva de las formas de homenaje del sistema feudal germánico, según el cual el feudatario se presentaba ante su señor con las manos juntas, para recibir de él el signo externo de la investidura feudal. En el siglo XII se había ya popularizado. El cardenal Langton en el Sínodo de Oxford de 1222 recomienda a los fieles de estar “junctis manibus” a la hora de la elevación de la Hostia en la Misa.

El gesto con las manos juntas es el más común en la liturgia, lo mismo para el sacerdote como para los ministros asistentes. Durante la misa es propio de las oraciones que van después de las tres clásicas del núcleo más antiguo (colecta, secreta y postcomunión).

1.     “Ven, Señor nuestro. Ven, Señor Jesús”. Es la expresión aramea con su traducción al latín, adaptada a Nuestro Señor Jesucristo.

2.     Dirigiéndose el pontífice hacia el pueblo, diciendo “pax vobis” (la paz sea con vosotros) y girándose de nuevo hacia oriente, hasta que acabe. Después de esto, dirigiéndose de nuevo al pueblo, dice: “pax vobis” y girándose de nuevo a oriente, dice “oremus”. Y sigue la oración.

3.     Mirando hacia oriente.

4.     Esto mirando al cielo rezamos.

5.     Levantemos el corazón.

6.     Testamento del Señor (Proclamación del diácono): Los ángeles contemplan los ojos de vuestros corazones mirando hacia arriba.

7.     Con el rostro elevado al cielo y con las manos extendidas a la manera del que reza.

8.     a) Limpia mi corazón; Recibe, padre Santo; Recibe, Santa trinidad; A ti, pues; bajados luego los ojos.

9.     b) Ven, santificador omnipotente eterno Dios; Y elevados los ojos al cielo; Los bendiga Dios omnipotente.

10.                      Doblo mis rodillas hacia el Padre de Nuestro Señor Jesucristo.

11.                      En el lugar más recogido de su palacio, cada día, en las horas fijadas, encerrándose sin testigos que le viesen, hablaba él solo, sólo con Dios, y vuelto de rodillas, con ruego suplicante pedía aquellas cosas de las que tenía necesidad.

12.                      Puesto de rodillas.

13.                      Con la genuflexión de todos los hermanos (arrodillándose todos los hermanos).

14.                      Ven, Espíritu Santo; Salve, oh cruz; Salve, estrella del mar.

15.                      Texto de la “Pasión de Perpetua”: el pastor le dio como un bocado del requesón que ordeñaba; y yo lo recibí con las manos juntas y comí, y todos los presentes dijeron: Amén.

(Fuente: Germinans  Germinabit)


miércoles, 18 de julio de 2012

Los gestos sacramentales


Capítulo 3 º: Los gestos de la Plegaria (parte 1ª)

En todo culto, la actitud del cuerpo en la oración es de lo más noble, porque traduce al exterior los sentimientos más elevados del alma, los que se dirigen a la divinidad; pero en la liturgia cristiana quiere expresar especialmente aquella eminente dignidad sobrenatural a la que ha sido elevado el fiel y aquella universal paternidad que venera él en Dios.

Los gestos de la oración son cuatro:

a ) La plegaria en pie con los brazos extendidos y elevados.

b ) La plegaria hacia el oriente y con los ojos dirigidos al cielo.

c ) La plegaria de rodillas.

d ) La oración con las manos juntas.

a) La plegaria en pie con los brazos extendidos y elevados.

La posición rígida era la postura acostumbrada de los pueblos antiguos durante el servicio religioso y en general ante una persona de autoridad. También los hebreos oraban en el templo y en la sinagoga de pie, con la cabeza descubierta, elevando las manos al cielo. Los primeros cristianos, en memoria de Cristo y del Apóstol, usaron en sus costumbres rituales el mismo gesto simbólico, pero imprimiéndole un nuevo significado: el sentimiento del ser humano, que no es ya más esclavo del pecado, sino libre, por ser hijo de Dios, hacia el cual puede elevar confiadamente sus ojos y manos como a su Padre. Una representación viva de tal postura cristiana en la oración es la figura del orante, que nos han dejado con profusión los frescos y sarcófagos antiguos. En ellos, el orante aparece en pie, la cabeza elevada y erguida, los ojos elevados al cielo, las manos extendidas en forma de cruz.

Que los fieles oraban ordinariamente así en los primeros siglos, nos lo atestiguan ampliamente los escritores de aquel tiempo, comenzando por Clemente Romano, Tertuliano y San Cipriano, hasta San Juan Crisóstomo, San Ambrosio y San Máximo de Turín (+ 465). El canon 20 del concilio de Nicea lo manda expresamente.

La práctica de orar en pie se mantuvo siempre en la Iglesia; aun hoy día muchas antiguas basílicas están desprovistas de asientos. Pero la liturgia la prescribe en particular los domingos, durante el tiempo pascual, en la lectura del evangelio, de los cánticos y de los himnos. Análoga disciplina se encuentra en las Reglas monásticas más antiguas del Oriente y del Occidente, según las cuales los monjes, durante la salmodia, debían estar en pie: “Sic stemus ad psallendum, ut mens nostra concordet voci nostrae” (1) dice San Benito en el cap. 19 de la Regla. La postura se hacía menos gravosa apoyándose en soportes en forma de tau, en forma de brazuelos (cambutae), que muchas veces se unían a los bancos del coro. La disciplina se conservó con alguna resistencia hasta el siglo XI; en esta época comenzó por vez primera a mitigarse, aplicando a los sitiales del coro unos apéndices (llamados "misericordia") sobre los que se apoyaba la persona sin estar propiamente sentada, hasta que entró la costumbre de sentarse sin más. Los asistentes al coro se levantaban, como constata el concilio de Basilea (1431, 49), solamente al Gloria Patri. Esta mayor amplitud se tomó del ceremonial de los obispos; pero la antigua severidad se conserva todavía en el venerable Rito Dominico. La posición erguida en la oración, si era para los fieles una práctica vivamente inculcada, para el sacerdote fue siempre considerada una regla precisa cuando cumplía los actos del culto, es decir, en las funciones de mediador entre Dios y los hombres. Al ejemplo de Moisés, del cual está escrito: “ Stetit Moyses in confractione” (2) . San Juan Crisóstomo observa: “Sacerdos non sedet sed stat; stare enim signum est actionis liturgicae” (3). La más antigua representación de la misa en el cementerio de Calixto, del final del siglo II, nos muestra al sacerdote de pie y con las manos dirigidas hacia el tríbadion que lleva las oblatas. Por eso en la misa, en la administración de los sacramentos y en los sacramentales, en el oficio divino, el sacerdote adopta la posición erguida. Sobre este particular, la Iglesia fue siempre rígido guardián de la antigua costumbre; sólo cedió en un punto, como antes decíamos: la salmodia.

El gesto en la plegaria con los brazos abiertos en forma de cruz fue el predilecto de las primeras generaciones cristianas por su místico simbolismo con Cristo crucificado. Tertuliano lo presenta, en efecto, con una postura original cristiana frente a un gesto pagano similar: “Nos vero non attollimus tantum, sed etiam expandimus (manus) et dominica passione modulati, orantes, confitemur Domino Christo” (4). La vigésimo séptima de las Odas que llevan el nombre de Salomón (siglo II) delinea poéticamente la figura: “Tengo extendidas mis manos y he alabado a mi Señor; porque el extender mis manos es la señal de Él; y mi postura erguida, el madero en pie. ¡Aleluya!”

Así, Santa Tecla (c.190) se presentó, poco antes de morir en la arena, de pie, orando con los brazos abiertos, en espera del asalto de las fieras. San Ambrosio exhortaba a rezar así: “Debes in oratione tua crucem Domini demonstrare (5)”; y él mismo, según su biógrafo Paulino, extendido sobre el lecho de muerte, oró con los brazos en cruz. San Máximo de Turín (+ d.465) insiste particularmente sobre este gesto en la plegaria. "El hombre — dice él — no tiene más que levantar las manos para hacer de su cuerpo la figura de la cruz; he aquí por qué se nos ha enseñado a extender los brazos cuando oramos, para proclamar con este gesto la pasión del Señor."

Esta expresiva actitud en la oración continuó durante toda la Edad Media, especialmente en los monasterios de Italia e Irlanda, Los monjes usaban de ella como de un estímulo para un fervor mayor. A veces también, prolongada, sirvió como un duro ejercicio de penitencia, que se ejecutaba apoyando el tronco y los brazos en una cruz. Pero es sobre todo en la liturgia donde se mantuvo unida a las oraciones más solemnes y antiguas de la misa: las oraciones y el prefacio con el canon. Es verdad que para ambas la rúbrica actual del misal prescribe una idéntica modesta elevación y expansión de los brazos; pero una secular tradición litúrgica hasta todo el siglo XV imponía al sacerdote que durante el canon, y sobre todo después de la consagración, tuviese los brazos abiertos en forma de cruz. Quizá en Roma la costumbre era menos conocida que en otras partes. La antigua práctica no ha desaparecido; sobrevive en alguna congregación religiosa y en ciertos países de fe más viva, y es conmovedor verla de hecho alguna vez en algún monasterio por grupos enteros de peregrinos.

NOTAS

1.     Hemos de estar en pie para cantar los salmos, a fin de que nuestra mente concuerde con nuestra voz.

2.     Se puso de pie Moisés ante la abertura (de la tierra que se tragó a Datán y a la asamblea de Abirán).

3.     El sacerdote no se sienta, sino que está de pie; estar de pie, en efecto, es signo de acción litúrgica.

4.     Nosostros en cambio, no alzamos tan sólo las manos, sino que las extendemos e imitando la Pasión del Señor al orar, confesamos a Cristo Señor.

5.     Debes en tu oración demostrar la cruz de Cristo.


lunes, 16 de julio de 2012

Los signos sacramentales

Capítulo 2º: La señal de la cruz
También la señal de la cruz, si bien de un modo menos esencial, va estrechamente unida a la colación de todos los sacramentos. Lo notaba ya San Agustín: con la señal de la cruz se consagra el cuerpo de Señor, se santifica la fuente bautismal, se ordenan los sacerdotes y los demás ministros; se consagra, en suma, todo lo que con la invocación del nombre de Cristo debe hacerse santo. Deja esto suponer una tradición litúrgica antiquísima. En efecto, los Hechos gnósticos de San Juan, de Santo Tomás, de San Pedro, en el siglo II, aluden claramente a esto. In tuo nomine — dicen estos últimos, dando a entender que el gesto debía tener también su propia fórmula — mox lotus et signatus est sancto tuo signo . Tertuliano alude a este mismo gesto, echando en cara al mitraísmo sus adulteraciones de la liturgia cristiana. Mithra signat illis in frontibus milites saos . Los cristianos, sin embargo, solían persignarse en la frente contra las tentaciones del demonio, como leemos en la Traditio : Signo frontem tuam signo crucis, ad vincendum Satanam .

Tertuliano atestigua también lo mucho que se extendió la práctica de signarse aún en el campo no estrictamente litúrgico. Al ponernos en camino, al salir o entrar, al vestirnos, al lavarnos, al ir a la mesa, a la cama, al sentarnos, en estas y en todas nuestras acciones, nos signamos la frente con la señal de la cruz. Otro tanto afirma para el Oriente, poco tiempo después, San Cirilo de Jerusalén: Ne nos igitur teneat verecundia, quominus crucifixum confiteamur. In fronte confidenter, idque ad omnia, digitis crux pro signando efficiatur: durn panes edimus et sorbemus pocala; in ingressibus et egressibus; ante somnum, in dormiendo et surgendo, cundo et quiescendo . La costumbre de hacer la señal de la cruz estaba tan arraigada entre los cristianos, que hasta el emperador Juliano, ya apóstata, se signaba maquinalmente en los momentos de peligro.

Los textos antes citados, así como otros de la época patrística, se refieren a la pequeña señal de la cruz, la única entonces en uso, que se trazaba principalmente sobre la frente, in fronte depingitur , según las visiones de San Juan en el Apocalipsis, con el pulgar o el índice de la mano derecha. El gesto lo llamaban los Padres latinos signum, signaculum, tropaeum, y los griegos, sf?a??? s?µß????, y tenía su expresión más augusta en el rito prebautismal.

De origen algo posterior es la costumbre de signar junto con la frente el pecho, a la que alude Prudencio (+ 410): Frontem locumque coráis signet .

Debió introducirse primeramente en Oriente, de donde pasó a las Galías y después al ritual romano del bautismo, en el cual se practica todavía.

La pequeña signatio crucis, de la que hemos hablado hasta aquí, sobre la frente y sobre el pecho, incluida más tarde la de los labios, continúa teniendo, como puede verse, una amplísima aplicación en muchos ritos de la Iglesia latina relativos a la misa, al oficio, a los sacramentos, a los sacramentales; su significado simbólico aparece claro.

En Oriente, después de la herejía monofisita y en conformidad con las tendencias alegóricas del tiempo, se introdujo en el siglo VI la costumbre de hacer la señal de la cruz con dos (pulgar e índice) o tres dedos abiertos (pulgar, índice y medio) y los otros dos cerrados, para simbolizar las dos naturalezas de Cristo, o la Santísima Trinidad, o el trinomio sagrado IXS = Jesús Cristo Salvador). Esta costumbre pasó después al Occidente. Y a mediados del siglo IX, la Admonitio Synodalis manda a los sacerdotes: Calicem et oblationem recta cruce sígnate, id est, non in circulo et variatione digitorum, ut plurimi faciunt, sed strictis duobus digitis et pollice intus recluso, per quos Trinitas innuitur. Hoc signum recte facere studete, non enim alíter quidquam potestis benedicere . Podemos creer que fuera éste el método seguido por los fieles al hacer la señal de la cruz, porque los liturgistas del siglo XII y los monumentos de aquel tiempo nos hablan de ella como de una práctica común. Decayó, sin embargo, muy pronto.

Los griegos, en efecto, a finales del siglo XIII ya echaban en cara a los latinos el bendecir con la mano abierta en vez de hacerlo con tres dedos. El gesto antiguo ha quedado en la Iglesia griega y en el rito de la bendición papal.

El signo grande de la cruz que se traza desde la frente hasta el pecho y desde el hombro izquierdo hasta el derecho, según la costumbre moderna, parece que se introdujo primeramente en los monasterios en el siglo X; pero quizá fuera más antiguo. Se hacía con los tres dedos abiertos y los otros cerrados, como dijimos, trazando, sin embargo, del hombro derecho al izquierdo. A los tres dedos del siglo XII se fue poco a poco substituyendo la mano extendida e invirtiéndose el movimiento de la izquierda a la derecha . Esta práctica, como devoción privada, se conocía ya en el siglo V; definitivamente no entró en la liturgia hasta la reforma piana del siglo XVI.

La signatio crucis iba generalmente acompañada de una fórmula. Aquella antiquísima que se hacía sobre la frente del catecúmeno llevaba consigo la invocación trinitaria: In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti, y se ha convertido actualmente en la oficial. San Agustín, a su vez, habla de un saludo al nombre de Cristo.

Los griegos usan ésta: Sanctus Deus, Sanctus fortis, Sanctus ímmortalis, miserere nobis. Otras fórmulas comunes en la liturgia latina son: Adiutorium nostrum in nomine Domini... Domine labia mea aperies..., Deus in adiutorium meum intende, y esta que se encuentra frecuentemente en los rituales de la Edad Media, todavía conservada en el ritual romano: Ecce crucem Domini, fugite partes adversae: vicit leo de tribu luda, Radix David, amen!

No estará de más aludir al uso, muy antiguo y todavía conservado en la Iglesia , de bendecir no con la mano, sino con una cruz. El mosaico de San Vital en Rávena (s.VI), que representa al arzobispo Maximiano, lo presenta en el acto de tomar con la derecha una cruz de este género (cruces de bendición).

Eran de dimensiones muy pequeñas, como aquella de oro del emperador Justiniano I, conservada en el Museo Vaticano, que no mide más que veintidós centímetros de altura.

La señal de la cruz en la liturgia toma diversos significados, que podemos esquematizar así:

a) Es el sello ( signum ) de Cristo , que se imprime en el cuerpo del catecúmeno e indica que se ha convertido totalmente en suyo. Se señala, por lo tanto, no sólo en la frente, sino también en el pecho, en las espaldas y en cada uno de los cinco sentidos.

b) Es una profesión de fe en Cristo, de quien no se debe nunca avergonzar. Decía San Agustín: Sí dixerimus catechumeno: Credis in Christum? respondet: Credo, et signat se; iam crucem Christi portat in fronte et non erubescit de cruce Domini sui.

c) Es una afirmación del soberano poder de Cristo contra los malos espíritus: Ecce crucem Domini, fugite, partes adversae. Por esto, la fórmula bautismal dice: Et hoc signum sanctae crucis, quod nos eius fronti damus, tu maledicte diabole, numquam audeas violare. Por el mismo motivo, las señales de la cruz en los exorcismos se multiplican sobre la persona poseída de demonio.

d) Es una invocación de la gracia de Dios, implorada eficazmente merced a los méritos infinitos de la cruz de Cristo. Por este motivo van acompañados de la señal de la cruz todos los sacramentos y sacramentales. Y ya que la triple infusión del agua bautismal se hace en forma de cruz, en nombre de las tres divinas personas, ha llegado a quedar constituido como práctica litúrgica que siempre que se nombren en una fórmula vayan acompañadas por la señal de la cruz. Esto explica la razón de muchas señales de la cruz en el ritual; por ejemplo, la que se hace en la terminación del Gloria y del Credo (fórmulas trinitarias).

e) Es una bendición de cosas o de personas mediante la que se les consagra a Dios, de forma análoga a lo que sucede en el bautismo con el cristiano. Por esto, desde la más remota época se unió a todas las fórmulas de bendición la señal de la cruz: Quia crux Christi, omnium fons benedictionum, omnium est causa gratiarum ; hasta puede decirse que cuando un texto litúrgico lleva consigo los vocablos bcnedicere, consecrare, sanctificare, lleva necesariamente la señal de la cruz. Pero no siempre fue así, pues, por ejemplo, en Francia se comenzaba a signarse al Sit et benedictio del Tantum ergo, al Benedicamus Domino, donde benedicere significaba, sin embargo, alabar, glorificar. El obispo se signa todavía sobre el pecho al Sit nomen Domini benedictum, y la rúbrica prescribe una señal de la cruz al Benedictus del Sanctus y al principio del cántico de Zacarías, de donde después ha pasado, por asimilación, a los otros dos cantos, el Magníficat y el Nunc dimittis.

f) Es alguna vez una señal demostrativa para designar personas o cosas. Rufino de Aquileya recuerda que en aquella iglesia los fieles hacían la señal de la cruz sobre la frente en estas palabras del símbolo local: Huius carnis resurrectionis . Las tres primeras cruces señaladas en el canon al haec dona, haec munera, haec sancta sacrifícia illibata, y quizá también las otras después de la consagración tienen el mismo carácter. La signatio ha sido también alguna vez un signo convencional; así, en el Ordo romano el subdiácono regional hace una señal de la cruz sobre la frente para indicar a la schola que interrumpa el salmo de la comunión y termine.
(Fuente: germinans germinabit)

jueves, 12 de julio de 2012

San Juan Gualberto - benedictino


Un tal Simón que fue dado a la magia y a la nigromancia en tiempo de los Apóstoles quiso, en Samaría, comprar por dinero el poder que presenció en Pedro de hacer bajar sobre los primeros bautizados al Espíritu Santo. Simón se había convertido a la fe, pero se ve que seguía aún apegado al oficio del que vivió y con el que se ganó la admiración de la gente que le llamaba "el Mago"; cuando vió que a la oración y gestos de Pedro sobreviene la fenomenal manifestación del Espíritu Santo, como sucedió en Pentecostés con la glosolalia, las lenguas de fuego y el ruido de viento celeste, no pudo aguantar su deseo ofreciéndose como comprador del don sobrenatural. La reprimenda del Apóstol no se hizo esperar; le amenaza Pedro con el castigo de Dios y deja asentada la doctrina nítida de que los dones sobrenaturales son regalos divinos ordenados a la salvación y que no pueden manipularse en bien propio como sucede con las mercancías materiales. Tan decisiva fue la intervención de Pedro ante el atrevimiento de Simón que su fea actitud quedó denominada con nombre de simonía y clasificada como grave desorden o pecado para el intento lucrativo de bienes sagrados o de materiales que son condición para lo sobrenatural.

Este ademán de Simón, la simonía, fue muchas veces una tentación para los clérigos. No de modo exclusivo, porque ha habido épocas en la historia en las que el poder civil se ha mostrado con injerencias indebidas en la distribución de bienes eclesiásticos y en la designación de dignidades que llevaban anejas unas ricas prebendas bien para comprar el apoyo de los eclesiásticos al poder constituído más o menos legítimamente o bien para recompensar los servicios prestados. Al referirme al mundo de los eclesiásticos, quiero decir que el afán de dominio y de poder ha estado con harta frecuencia en la intimidad de algunos que desempeñan oficio en el ámbito de la clerecía.

Y en este terreno de lucha sin cuartel contra la simonía sobresale Juan Gualberto, nacido en el castillo de su padre, un noble florentino poderoso y rico llamado igualmente Gualberto, en el siglo X.

Su madurez cristiana se palpó en el encuentro fortuito con un pariente que había matado a su hermano; no era posible evitar la escaramuza porque se cruzaban sus caminos y el numeroso grupo de gente armada que acompañaba a Gualberto auguraba para su enemigo la muerte segura; se superponen en el interior de Gualberto su deseo de venganza que postula el honor y el recuerdo de Jesús crucificado que perdona a los verdugos; supera lo que le pide la sangre con la memoria del mandamiento del amor, señal de los discípulos, y no tomó otra opción que la de perdonar al rendido enemigo; ha triunfado el amor, no sin la ayuda de Dios. Tenso por la lucha interna, entró en una iglesia para dar gracias y pudo ver -con asombro- a un crucificado que le movía la cabeza en señal de asentimiento y aprobación por su normal comportamiento cristiano.

Este cambio interior tuvo como manifestación externa la entrada en el monasterio benedictino de san Miniato. Muerto pronto su abad, uno de los monjes compró al obispo de Florencia la dignidad vacante. El hecho disparó la energía de Gualberto que se escapa del monasterio y a voz en grito, en plena plaza, proclama que Huberto, el abad, y Hatto, el obispo de Florencia, son herejes simoníacos.

Busca cenobios, pero encuentra relajada la observancia en todos. Incapaz y desilusionado, funda su propio claustro y una nueva congregación monástica bajo la regla de san Benito. Así nace Vallombrosa, en los Apeninos, donde se le van uniendo monjes a los que inculca como imprescindible la integridad, pureza y perfección de la regla de san Benito, haciendo hincapié en la observancia de la clausura rigurosa y negándose incluso a realizar ministerios fuera del monasterio por la experiencia vivida de que algunos destrozaron sus almas queriendo arreglar las de los demás. En poco tiempo recibe ofertas de fundaciones nuevas y de restauraciones de conventos ya existentes. Ninguna rechaza, pero toma precauciones. Él mismo en persona es quien reforma o funda y luego deja en el gobierno a los mejores peones; él hace las visitas pertinentes, y es él quien corrige, anima o reprende. Así lo ven los monasterios de san Silvi próximo a Florencia, el de san Miguel en Passignano y el de san Salvador en Fucechio que ampararon la red de caminos que atravesaba los Alpes para ir a Roma o regresar de ella.

Pero, de todos modos, lo que distingue a su persona y obra es la lucha contra la simonía mal tan grande en tiempo del emperador Enrique IV y cuando el papa Gregorio VII está clamando por la reforma intentando restaurar la vida cristiana principalmente entre los eclesiásticos. Ve Gualberto con nitidez que ese cambio es necesario. Por eso, en Toscana, hace un esfuerzo sobrehumano para sacar al clero del concubinato y conseguir una multitud de fieles fervientes que Dios quiso reunirle con poderes de taumaturgo. A la simonía la llamará la peor de las herejías e inculcará a sus monjes ser tan inflexibles en esos asuntos como lo fue Pedro con Simón el Mago. Les dirá que hace falta desenmascararles en público y no ceder hasta verlos depuestos de sus sedes como sucedió con el obispo Pedro Mediabarba, de Florencia. Claro que costó sangre y hasta hubo obispos que mandaron sicarios decididos a matar y llegaron a incendiarios.

Fue un santo recio y severo  que se mostró intransigente cuando cualquier abad u obispo compraba un monasterio para ser su dueño como se es amo de un cortijo. Su irascibilidad en estos negocios se trocaba en entrañas maternales con los pobres a quienes alimentaba pidiendo limosna y aún a costa de la comida suya o de sus frailes.

Murió el 12 de julio del año 1073 en el monasterio de Passignano.

Curioso reseñar que fue muy abad, sí; pero nunca consintió recibir órdenes sagradas, ni siquiera las menores que hoy son ministerio laical.

miércoles, 11 de julio de 2012

Algo de Jacques Maritain


Hola, ¿leyó algo de Maritain? Si lo hizo, aquí hay algo para tenerlo a la mano. Si nó, lea esta confesión de fe. Y si quiere agregue algún comentario.


CONFESIÓN DE FE


Este ensayo fue publicado originalmente en inglés en Londres, 1939, en la obra colectiva ‘I believe’. La versión en francés fue publicada en 1941 por Èditions de la Maison Française, editorial creada en Nueva York por Maritain y otros intelectuales franceses exiliados de guerra. Posteriormente fue incorporado como capítulo II del libro ‘El Filósofo en la Ciudad’ de 1960, y como tal figura en la ‘Obras Completas de Jacques y Raïssa Maritain’, publicadas por el
Cercle d’Études Jacques et Raïssa Maritain de Kolbsheim, Francia.



En mi infancia fui instruido en el ‘protestantismo liberal’. Más tarde llegué a compenetrarme de los diversos aspectos del pensamiento secular y laico. La filosofía cientista y fenomenológica de mis maestros de la Sorbona me llevó casi a desesperar de la razón. En algún momento llegué a creer que podría encontrar la certeza total en las ciencias, tanto que Felix Le Dantec pensaba que mi novia y yo llegaríamos a ser discípulos de su materialismo biológico. Mi mayor deuda a los estudios de esa época en la Facultad de Ciencias fue el encuentro con la mujer que desde entonces, para mi dicha, ha estado a mi lado en una perfecta y bendita comunión.

Bergson fue el primero que respondió a nuestro deseo profundo de verdad metafísica, y el que liberó en nosotros el sentimiento de lo Absoluto.

Antes de ser cautivado por Santo Tomás de Aquino, fui objeto de grandes influencias, aquellas de Charles Peguy, Henri Bergson y León Bloy. Al año de haber conocido a Bloy, mi esposa y yo fuimos bautizados católicos, ocasión en la que lo elegimos a él como nuestro padrino.

2 Jacques Maritain



Fue después de mi conversión al catolicismo que vine a conocer a Santo Tomás. Yo había peregrinado apasionadamente por todas las doctrinas de los filósofos modernos sin haber encontrado nada más que decepción y una incertidumbre extrema. Lo que ahora experimentaba fue como la iluminación de la razón. Mi vocación de filósofo despertó en toda su claridad.

‘Hay de mí si no tomistizara’, escribí en uno de mis primeros libros. Hoy, al cabo de treinta años de trabajo y combates, he seguido caminando por esa misma senda, con el sentimiento de una profunda y creciente simpatía por las exploraciones, descubrimientos y agonías del pensamiento moderno, en la medida en que lo penetro a la luz de esa sabiduría desarrollada a través de siglos, una sabiduría resistente a las fluctuaciones del tiempo.

Pero para avanzar por esta ruta estamos obligados a conjugar extremos muy distantes, porque nuestros problemas no tienen soluciones pre-diseñadas en la herencia de los antiguos. También estamos obligados a entresacar meticulosamente la sustancia pura de las verdades – rechazadas por muchos modernos en su aversión a las que consideran despreciables opiniones del pasado – de toda la escoria, los prejuicios, las imágenes añejas y las construcciones arbitrarias que muchos tradicionalistas confunden con lo que realmente debe ser venerado como inteligente.

He hablado de las diferentes experiencias por las que he pasado, porque me han dado la oportunidad de experimentar personalmente el estado mental del libre pensador idealista, del converso inexperto y del cristiano que toma conciencia, en proporción directa al enraizamiento de su fe, de las purificaciones de que debe ser objeto esa fe. También he alcanzado alguna idea experimental de lo que valen tanto el campo de los anti-religiosos como el campo de los indecisos y neutrales. Ninguno de ellos vale mucho.

Pero la peor desgracia del segundo de esos campos es que conlleva el riesgo de comprometer consigo a la Iglesia inocente y perseguida, el Cuerpo Místico de Cristo, cuya vida esencial, sine macula sine ruga, está en la Verdad y en los santos, y que viaja hacia su perfección a través de sus propias debilidades y de la ferocidad del mundo.



Confesión de Fe 3



En mi opinión, Dios nos educa por medio de nuestros propios fracasos y errores, para hacernos entender que sólo debemos creer en Él y no en los hombres – lo que nos induce a maravillarnos, a pesar de todo, de la bondad de los hombres y de todo el bien que hacen a pesar de ellos mismos. Yo he llegado decididamente a la conclusión de que, en la práctica, sólo hay dos caminos para conocer las cosas en profundidad o, si se quiere, dos "sabidurías", cada cual una especie de locura, aunque de maneras opuestas.

Un camino es el de los pecadores, que en su afán de purgar las cosas de sus impurezas, se adhieren al vacío del que están hechas esas cosas y, consecuentemente, alcanzan una experiencia completa del mundo, más en la maldad del mundo que en su bondad.

El otro camino es el camino de los santos, que adhieren a la Bondad subsistente, Autor de todas las cosas, y reciben en el amor la experiencia plena de Dios y de su creación, y que, de seguro, se entregan al mundo por medio de sus sufrimientos y de su compasión.

Pues bien, es normal esperar que los discípulos de la sabiduría vana, si no se han endurecido mucho por el orgullo y si son leales a sus propias experiencias, serán salvados finalmente "por el fuego" de los amantes de la sabiduría verdadera. Y si llegasen a vivir para ser convertidos, tal vez lleguen a ser más duros que otros para censurar a sus hermanos todavía en la oscuridad, de modo que, después de haber probado las delicias del mundo, llegarán a probar por un momento las delicias de sus virtudes y continuarán siendo vanos hasta el último día, cuando entren en la eternidad.

* * *

Este no es lugar para exponer tesis de la filosofía especulativa. Solamente diré que considero que la filosofía Tomista es una filosofía viviente y presente, con todo el poder de avanzar en la conquista de nuevas áreas de descubrimiento justamente porque sus principios son firmes y orgánicamente relacionados.

Confrontados con la sucesión de las hipótesis científicas, algunas mentes se sorprenden que alguien pueda encontrar hoy día inspiración en los principios metafísicos reconocidos por Aristóteles y Santo Tomás, enraizados en la herencia intelectual más vieja de la raza humana. Mi respuesta es que el teléfono y la radio no impiden que el hombre tenga dos brazos, dos piernas y dos pulmones, ni que se enamore y busque la felicidad como hicieron sus antepasados. Además, la verdad no reconoce criterios cronológicos, y el arte del filósofo no debe ser confundido con el arte de los diseñadores de las modas.

En un nivel más profundo, debemos explicar que el progreso en las ciencias de los fenómenos, donde el aspecto "problema" es tan característico, tiene lugar principalmente por sustitución de una teoría por otra que aporta hechos y fenómenos menos conocidos. En cambio, en la metafísica y la filosofía, donde el aspecto "misterio" es predominante, el progreso tiene lugar primeramente por una penetración cada ves más profunda. Además, los diferentes sistemas filosóficos, no obstante lo erróneamente fundados que sean, constituyen en alguna medida, en su conjunto, una filosofía virtual y fluida, en la que se sobreponen formulaciones contradictorias y doctrinas adversas, y que es sobrellevada por los aspectos de verdad que contiene. Por ello, si existe entre los hombres un cuerpo doctrinal sustentado por completo sobre principios verdaderos, tal doctrina incorporará, más o menos tardíamente, a causa de la pereza de sus defensores, pero progresivamente en sí misma tal filosofía virtual, dando forma, en un grado proporcionado, a su ordenación orgánica. Tal es mi idea sobre el progreso de la filosofía.

Si agrego a continuación que la metafísica que considero fundada en la verdad puede ser descrita como un realismo crítico y como una filosofía de la inteligencia y del ser o, más precisamente, como una filosofía del ‘acto de existir’, considerado como el acto y la perfección de todas las perfecciones, me estoy refiriendo, por supuesto, a fórmulas que sólo interesan a los especialistas.

Así, pues, una breve reflexión sobre el significado histórico de la filosofía moderna puede ser, sin duda, mejor apreciado.

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En la Edad Media la filosofía fue ordinariamente y de hecho considerada como un instrumento al servicio de la Teología. Todavía no había alcanzado, culturalmente, un estado correspondiente a su naturaleza. El advenimiento de una filosofía o sabiduría secular o laica, que paulatinamente ha completado su propia formación de acuerdo a sus propias finalidades, ha sido, pues, una respuesta a una necesidad histórica.

Desafortunadamente, este trabajo ha tenido lugar en un marco de división y de sectarismo racionalista. Descartes separó la filosofía de toda sabiduría superior, de todo aquello que en el hombre es superior al hombre.

Estoy convencido de que la gran carencia del mundo y de la civilización en el orden intelectual, en los últimos tres siglos, ha sido la de una filosofía que desarrolle sus exigencias autónomas en un clima cristiano, una filosofía o sabiduría de la razón no cerrada sino abierta a la sabiduría de la gracia.

La razón en nuestros días debe batallar en contra de la deificación de los elementos y de los instintos, fuerzas que amenazan con destruir la propia civilización. En semejante lucha, la tarea de la razón es una tarea de integración, en el entendido que la inteligencia no es el enemigo del misterio, sino que vive en él. La razón debe alcanzar un debido entendimiento tanto con el mundo irracional de la afectividad y de los instintos, así como con el mundo de la voluntad, de la libertad y del amor, pero también con el mundo sobrenatural de la gracia y de la vida divina.

Al mismo tiempo, la armonía dinámica de los grados del saber llegará a ser más manifiesta. Desde este punto de vista, el problema propio de la edad en que estamos entrando será, según me parece, el de la reconciliación de la ciencia con la sabiduría. Las ciencias en sí mismas parecen invitar al trabajo de la inteligencia. Me parece verlas desprenderse de los residuos de la metafísica materialista y mecanicista que por algún tiempo mantuvo ocultas las características que le son propias. Ellas necesitan de una filosofía de la naturaleza, en cuanto el magnífico progreso de la física contemporánea está restaurando la sensibilidad científica en torno al misterio tartamudeado por el átomo y por el universo.

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Una crítica del conocimiento originada en un espíritu genuinamente realista y metafísico tiene, consecuentemente, la oportunidad de ser escuchada cuando afirma la existencia de estructuras de conocimiento específica y jerárquicamente distintas – distintas pero no separadas – y cuando muestra que todas ellas corresponden a tipos de explicación originales que no pueden ser sustituidos unos por otros.

* * *

Los griegos reconocieron la gran verdad de que la contemplación, en sí misma, es superior a la acción. Pero, al mismo tiempo, transformaron esa verdad en un error: ellos creían que la raza humana existe para beneficio de los intelectuales. Para ellos, existía una categoría de especialistas, los filósofos, destinados a vivir una vida sobrehumana, en tanto que la vida propiamente humana, esto es, la vida civil y política existía para servirlos a ellos. Para servir en esa vida civil y política estaba la vida subhumana del trabajo que, en definitiva, era la vida de los esclavos. Así, la noble verdad de la superioridad de la vida contemplativa fue dirigida hacia el menosprecio del trabajo y hacia el mal de la esclavitud.

La cristianidad transfiguró todo esto. Le enseño al hombre que el amor tiene mayor valor que la inteligencia. Transformó la noción de contemplación, la que ya no se detiene en el intelecto sino en el amor de Dios, el objeto contemplado. Transformó su significado humano en acción de servicio a nuestro vecino y rehabilitó al trabajo descubriendo su valor de redención natural, como si fuese una prefiguración natural de la comunicación de la caridad. Llamó a la contemplación de los santos y a la perfección, no a unos pocos especialistas y privilegiados, sino a todos los hombres, todos ellos proporcionalmente limitados por la ley del trabajo. De este modo, el hombre es al mismo tiempo "homo faber" y "homo sapiens", siendo verdaderamente "homo faber" antes y en orden a llegar a ser "homo sapiens". De esta manera la cristiandad salvó la idea griega de la superioridad de la vida contemplativa, transfigurándola y liberándola del error que la corrompía.

La contemplación de los santos completa y consuma la aspiración natural a la contemplación, que es consustancial en el hombre, y de lo cual dan testimonio los sabios de India y Grecia. Es a través del amor que el conocimiento de las cosas divinas se vuelve experimental y fructífero. Y precisamente porque este conocimiento es

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el trabajo del amor en acto, también se transforma en acción en virtud de la propia generosidad y abundancia del amor, que es la entrega de sí mismo. Así la acción proviene de la abundancia de la contemplación, y es por eso que, lejos de suprimir a la acción u oponerse a ella, la contemplación la vivifica. Es en este sentido, en relación a la generosidad esencial de la contemplación del amor, que debemos reconocer con Bergson, en la superabundancia y exceso del darse a sí mismo de la mística cristiana, el signo de su éxito en alcanzar la cima heroica de la vida humana.

* * *

La búsqueda de la más alta contemplación y la búsqueda de la más alta libertad son los dos aspectos de una misma búsqueda. En el orden de la vida espiritual, el hombre aspira a una libertad absoluta y perfecta y, por lo tanto, a una condición sobrehumana, de lo que dan evidencia los sabios de todos los tiempos. Así como la función de la ley es una función de protección, la de la educación de la libertad es una función del pedagogo. En la conclusión de esta enseñanza, el hombre espiritualmente perfecto está libre de toda servidumbre, incluso, como dice San Pablo, de la servidumbre de la ley, porque el hace espontáneamente lo que es propio de la ley y es, simplemente, un solo espíritu y un solo amor con el Creador.

* * *

Según mi modo de pensar, la búsqueda de la libertad está también en la base del problema social y político. Pero, en el orden de la vida temporal, no se trata ya de una libertad divina como objeto de nuestras aspiraciones, sino más bien de una libertad proporcionada a la condición humana y a las posibilidades naturales de nuestra existencia terrestre. Es muy importante no engañarnos a nosotros mismos sobre la naturaleza del bien que perseguimos. No se trata simplemente de la conservación de la libertad de elección de cada cual, ni de la libertad del poder de la comunidad social. El bien de que se trata es la libertad de expansión de la persona humana como parte del pueblo participante en ese bien. La sociedad política tiene como propósito el desarrollo de las condiciones de la vida en común, las que, mientras aseguran primeramente el bien y la paz del todo, deben ayudar positivamente a cada persona en particular en la progresiva conquista de su libertad de expansión, una libertad que consiste por encima de todo en el florecimiento de la vida moral y racional.

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Así, la justicia y la hermandad constituyen los verdaderos fundamentos de la vida social. La sociedad debe subordinar a los bienes verdaderamente humanos todos los bienes materiales, el progreso tecnológico y los medios del poder que también forman parte del bien común social.

Creo que las condiciones históricas y el estado todavía retrógrado del desarrollo humano hacen difícil que la vida social pueda alcanzar en plenitud sus fines. Es más, en relación a las posibilidades y exigencias que el Evangelio nos presenta en la vida social, estamos todavía en una edad prehistórica.

Como vemos hoy en la psicosis de las masas que adoran a Stalin o a Hitler, o sueñan con el exterminio de los grupos que ellos consideran diabólicos, en particular de los judíos, a no dudarlo porque son el pueblo de Dios, las comunidades humanas cargan con el peso de un mal de animalidad voluntariamente deseado, por lo que tomará siglos para que la vida de la personalidad llegue a integrar verdaderamente en las masas esa plenitud a que aspira. Sin embargo, todavía es cierto que el fin hacia el que tiende la vida humana es procurar el bien común de la multitud, de tal modo que la persona concreta, no solamente una categoría de privilegiados, sino toda la masa entera, acceda realmente a la medida de independencia que conviene a la vida civilizada y que asegure a la vez las garantías económicas del trabajo y de la propiedad, los derechos políticos, las virtudes civiles y el cultivo del espíritu.

Estas ideas están directamente asociadas con una visión más amplia que, según me parece, puede ser designada más propiamente con la expresión humanismo integral, la que envuelve una filosofía global de la historia humana. Tal humanismo, en cuanto considera al hombre en la integridad de su ser natural y sobrenatural y que no pone límites a priori a la presencia divina en el hombre, puede ser llamado también humanismo de la Encarnación.

En el orden social temporal no les pide a los hombres sacrificarse al imperialismo de la raza, de la clase o de la nación. Sólo les pide sacrificarse por una vida mejor para sus hermanos y por el bien concreto de la comunidad de personas. Es por eso que no puede ser menos que un humanismo heroico.

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Se ha afirmado frecuentemente que el liberalismo burgués – que trata de fundar todo en el individuo, considerado como un pequeño dios, y en la bondad de sus placeres, en una libertad absoluta de propiedad, negocios y placeres de la vida – termina fatalmente en estatismo. La regla del número produce la omnipotencia del Estado, del rumiante estado plutocrático. El comunismo puede ser considerado como una reacción contra este individualismo. Al hacerlo, reclama estar orientado hacia la emancipación absoluta del hombre, el que por ello llegará a ser el dios de la historia. Sin embargo, la realidad de tal emancipación, suponiendo que fuese alcanzada, sería la emancipación del hombre colectivo y no de la persona humana. La sociedad, considerada sólo como comunidad económica, esclavizaría la vida misma de la persona, porque el trabajo esencial de la sociedad civil consistiría sólo en funciones económicas, en lugar de estar subordinado a la libertad de expansión de las personas: lo que los comunistas proponen como una emancipación del hombre colectivo no sería más que la esclavización de las personas humanas.

¿Qué decir de las reacciones anti-comunistas y anti-individualistas de tipo totalitario o dictatorial? No es en el nombre de la comunidad social y de la libertad del hombre colectivo, sino en el nombre de la dignidad soberana del Estado, un estado de tipo carnívoro, o en el nombre del espíritu del pueblo, en el nombre de la raza y de la sangre, que ellos tratan de anexar al hombre en su totalidad a un todo social en que la única persona que disfruta de los privilegios de la personalidad es, propiamente hablando, la persona del tirano.

Esta es la razón por la que los estados totalitarios, necesitando para sí la devoción total de la persona, y no teniendo sentido alguno de respeto por la persona, buscan inevitablemente principios de exaltación en mitos de grandeza externa y en la interminable lucha por el poder y el prestigio. Esto tiende, por su propia naturaleza, a la guerra y a la autodestrucción de la comunidad civilizada. Si hay gente en la Iglesia – y ellos son cada vez menos – que creen en dictaduras de este tipo para promover la religión de Cristo y la civilización cristiana, se olvidan que el fenómeno totalitario es un fenómeno religioso aberrante, en el que el misticismo terrestre devora todos los demás misticismo, cualesquiera que sean, y no tolerará ninguno aparte de sí mismo.

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Confrontados con el liberalismo burgués, con el comunismo y con el estatismo totalitario, lo que necesitamos – no me canso de decirlo – es una nueva solución, una solución que es, al mismo tiempo, personalista y comunitaria, una solución que entiende la sociedad humana como una organización de libertades. De este modo llegamos a la concepción democrática, una comunidad de hombres libres, completamente diferente de la de Juan Jacobo Rousseau. Nosotros la llamamos pluralista, porque requiere que el cuerpo político garantice orgánicamente las libertades de las diferentes familias espirituales y de los diferentes organismos sociales que lo forman, comenzando por la comunidad natural básica, la sociedad familiar.

El drama de la democracias modernas consiste en que, bajo las apariencias de un error – la deificación de un individuo ficticio completamente encerrado en sí mismo – han perseguido sin saberlo una cosa buena: la expansión de la persona real, abierta a realidades más altas y al servicio común de la justicia y la hermandad.

La democracia personalista sostiene que cada cual está llamado, en virtud de la dignidad común de la naturaleza humana, a participar activamente en la vida política, y que aquellos que ostentan la autoridad – que es una función vital en la sociedad que importa el derecho real de dirigir al pueblo – deberían ser libremente designados por el pueblo. Esta es la razón por la que la democracia personalista ve en el sufragio universal el primer elemento práctico, mediante el cual la sociedad toma conciencia de sí misma, y a lo que no podrá renunciar en caso alguno. No tiene, pues, un lema mejor y más significativo que el lema republicano, entendido como se ha señalado, ni una condición establecida en la que el hombre puede ser instalado, sino una finalidad a ser alcanzada, una meta difícil y elevada a la que el hombre debe tender a fuerza de coraje, justicia y virtud.

Porque la libertad debe ser conquistada, mediante la eliminación progresiva de muchas formas de servidumbre, ya que no es suficiente proclamar la igualdad de los derechos fundamentales de la persona humana, cualquiera sea su raza, su religión o su condición. Esta igualdad debe transformarse en términos reales y efectivos en hábitos y en estructuras sociales, para dar sus frutos a una escala cada vez mayor de participación de todos en el bien común de la civilización.

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Finalmente, la fraternidad en el cuerpo político requiere que la más alta y la más generosa de las virtudes, el amor hacia el que el Evangelio ha llamado a nuestra especie malagradecida, sea incorporado al propio orden de la vida política. Una democracia personalista no es realmente concebible sin la super-elevación que la naturaleza y la civilización recibe, cada una en su propio orden, de las energías del fermento cristiano.

Estoy convencido que el advenimiento de tal democracia, que presupone la superación de los antagonismos de clase, exige que, por medio de una genuina renovación de la vida y la justicia, nos desplacemos verdaderamente más allá del capitalismo y más allá del socialismo, cada uno de los cuales está viciado por la concepción materialista de la vida. Nada es más opuesto a la democracia personalista que el totalitarismo fascista – sea social nacionalista o nacional socialista – que va más allá del capitalismo sólo a través de la convulsión de sus engendros diabólicos.

Permítanme destacar que los cristianos están enfrentados hoy día, en el orden social temporal, con problemas bastante similares a aquellos que sus ancestros de los siglos XVI y XVII enfrentaron en el área de la filosofía de la naturaleza. En esa época, la física y la astronomía moderna, todavía en sus comienzos, se identificaban con las filosofías opuestas a la tradición. Los defensores de la tradición, no sabiendo como hacer las distinciones necesarias, tomaron partido contra lo que llegaría a ser la ciencia moderna, al mismo tiempo que se oponían a los errores filosóficos que al comienzo eran verdaderos parásitos de las ciencias. Tomó tres siglos deshacerse de este malentendido, si es que en realidad el mundo se ha deshecho de él. Sería una muy triste historia si hoy fuésemos culpables, en el terreno de la filosofía práctica y social, de semejantes errores.

En palabras del Papa Pío XI, el gran escándalo del siglo XIX fue el divorcio de las clases trabajadoras de la Iglesia de Cristo. En el orden temporal, la separación moral de las masas trabajadoras de la comunidad política fue una tragedia comparable. El despertar en las masas trabajadoras a lo que el vocabulario socialista llama la "conciencia de clase", nos parece un gran logro, en cuanto vemos en él que el hombre se da cuenta de la dignidad humana ofendida y humillada y de una cierta vocación. Pero esa toma de conciencia ha sido encade

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nada a una calamidad histórica, porque ha sido estropeada por el evangelio de la desesperanza y de la guerra social, que está en la base de la idea marxista de la lucha de clases y de la dictadura del proletariado. Y fue precisamente a esta concepción secesionista, cuyo protagonista fue Marx y cuya demanda es que los proletarios de todos los países reconozcan sólo el bien común de su clase, a la que la ceguera de las clases dominantes del siglo XIX empujó a las masas trabajadoras.

Quienquiera que reflexione sobre estos hechos fundamentales y en la historia del movimiento obrero, entiende que el problema central de nuestros tiempos es el problema temporal y espiritual de la reintegración de las masas. Desde mi punto de vista, no puede ser sino una solución artificial e ilusoria del problema, cuando se ha hecho el intento, como en el caso del Nacional Socialismo alemán, de producir esclavos felices por medio de la violencia unida a mejoramientos materiales, buenos en sí mismos, pero logrados por un espíritu de dominación y en un afán de imponer técnicas psicológicas destinadas a satisfacer turbios apetitos. El hecho es que sólo se pueden fabricar esclavos infelices, robots de no-ser.

No obstante lo difícil, lento y doloroso que pueda ser, la reintegración del proletariado dentro de la comunidad nacional – no para ejercer en ella un tipo de dictadura, sino para colaborar en cuerpo y alma en el trabajo de la comunidad – sólo podrá tener lugar realmente, esto es, humanamente, mediante una transformación de las estructuras sociales llevada a cabo en un espíritu de justicia. No soy tan ingenuo como para creer que esta reintegración puede ser alcanzada sin golpes y sacrificios, por una parte, respecto al bienestar de los hijos privilegiados de la fortuna y, por la otra, en relación a las teorías y a los instintos destructivos de los fanáticos revolucionarios. Pero estoy persuadido de que, lo que se requiere por sobre todo, es la libre cooperación de los líderes de los trabajadores (elites) y de las masas que los siguen, colaboración que debe tener lugar conjuntamente con un mejor entendimiento de las realidades históricas y con una toma de conciencia de la dignidad del ser humano como trabajador y ciudadano. De esa manera, el retorno de las masas a la cristiandad será alcanzado solamente por medio del amor, quiero decir del amor más fuerte que la muerte, el fuego del Evangelio.

Confesión de Fe 13



No debemos perder nunca la esperanza de una nueva Cristiandad, un nuevo orden de inspiración cristiana. Pero ahora los medios deben corresponder al fin, y son actualmente el fin mismo en estado de movimiento y preparación. Si esto es así, es claro que para preparar un orden social cristiano debemos usar medios cristianos, esto es, medios verdaderos, medios justos, medios animados, incluso cuando son duros por necesidad, de un genuino espíritu de amor. En dos libros publicados en 1930 y 1933 (‘Religión y Cultura’ y ‘Del Régimen Temporal y la Libertad’), he insistido extensamente sobre estos axiomas de verdad. Nada es más serio y escandaloso que ver, como hemos visto por años en algunos países, el uso de medios inequitativos y bárbaros por hombres que dicen actuar en nombre del orden cristiano y de la civilización cristiana. Es una verdad que forma parte de la naturaleza misma de las cosas, que la Cristiandad será renovada por medios cristianos o será completamente eclipsada.

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El presente estado de las naciones nos obliga a declarar que el espíritu nunca ha sido más profundamente humillado en el mundo. Pero al final es el pesimismo el que lo tira a la basura, porque descarta la gran ley que podríamos llamar ley del movimiento doble de las energías de la historia. Mientras el desgaste y el deterioro, a causa del tiempo, diluye y degrada las cosas del mundo y la "energía de la historia" – lo que está referido a la propia actividad humana de la que depende el movimiento histórico –, las fuerzas creativas características del espíritu y de la libertad testigo de ellas, fuerzas que de ordinario encuentran su punto de aplicación en el esfuerzo de unos pocos – que por ello se entregan al sacrificio – incrementan más y más la calidad de esa energía. Éste es exactamente el trabajo del Hijo de Dios en la historia, es el trabajo de los cristianos que no defraudan su propio nombre.

La gente no entiende en absoluto este trabajo si imaginan que está destinado a instalar en el mundo un estado en el que todo mal e injusticia haya desaparecido. Si ese fuera estúpidamente el propósito, sería sumamente fácil, en consideración al resultado, condenar al cristianismo como una utopía. El trabajo que el cristiano debe llevar a cabo es sostener e incrementar en el mundo la tensión interna y el lento y doloroso movimiento de liberación, tensión y movimiento debidos al invisible poder de la verdad y la justicia, a la bondad del amor, actuando sobre las masas que se le oponen. Este trabajo no puede ser en vano, pues, con seguridad producirá sus frutos.

14 Jacques Maritain



Ay del mundo si los cristianos le vuelven la espalda, si fracasaran en su trabajo, cual es elevar aquí en la tierra la carga y la tensión de lo espiritual; si escuchan a líderes ciegos de aquella ceguera que busca los medios hacia el orden y el bien en aquellas cosas que, por sí mismas, conducen a la disolución y a la muerte. No nos hacemos ilusiones sobre la miseria de la condición humana y de la maldad del mundo. Pero tampoco nos hacemos ilusión alguna acerca de la ceguera y del mal proceder de los pseudo realistas que cultivan y exaltan el mal a fin de combatir el mal, y que toman el Evangelio como un mito decorativo que no puede ser considerado seriamente si no quiebra la maquinaria del mundo. Ellos mismos asumen, mientras tanto, la tarea de destruir, agitar y atormentar a este mundo infeliz.

El fermento de los fariseos, en contra del cual Cristo nos pone en guardia, es una tentación permanente para la conciencia religiosa. Indudablemente, este fermento no será desterrado completamente del mundo hasta el término de la historia. Mientras tanto, sea en el orden social como en el espiritual, no debemos nunca abandonar nuestra lucha contra él. Por grande que sea la masa del mal a la que la masa de fariseísmo se opone, esta última es siempre igualmente mal, porque el bien así opuesto a la maldad es un bien que no da vida sino que mata, como la letra sin espíritu: es un bien que deja a Dios sin recursos en el hombre.

Una de las más importantes lecciones ofrecidas por la experiencia de la vida consiste en que, de hecho, en la conducta práctica de la mayoría de la gente, todas aquellas cosas que en sí mismas son buenas y muy buenas – ciencia, progreso técnico, cultura, etc., e incluso el conocimiento de las leyes morales y de la fe religiosa en sí misma, fe en el Dios viviente (que por sí demanda amor y caridad) – todas esas cosas, sin amor y buena voluntad, sólo sirven para hacer a los hombres más malos y más infelices. Así, en lo que concerniente a la fe religiosa, esto fue demostrado en la Guerra Civil Española por los sentimientos inhumanos surgidos tanto en los "cruzados" como en los "rojos", pero que fueron confirmados en los primeros en el santuario del alma. Lo que sucede es que, sin amor y sin caridad, el hombre convierte lo mejor de sí mismo en una maldad que es todavía más grande.

Confesión de Fe 15

Cuando uno ha entendido esto, ya no pone sus esperanzas terrenales en nada menos que en la buena voluntad de que habla el Evangelio – habla de buena voluntad, no de buen deseo –; pone sus esperanzas en esas oscuras energías de pequeña bondad real que persiste en hacer germinar y re germinar la vida en las profundidades secretas de las cosas. No hay nada más desvalido, nada más escondido, nada más cercano a la debilidad de un niño. Y no hay sabiduría más fundamental o más efectiva que aquella de la simple y tenaz confianza, no en los medios de violencia, engaño y malicia, que ciertamente son capaces de aplastar al hombre y de triunfar, como los granos de arena son capaces de estrellarse unos contra otros, sino la simple y tenaz confianza en los recursos del coraje personal para darse uno mismo y de la buena voluntad para hacer como se debe las tareas de cada día. A través de este desinteresado espíritu fluye el poder de la naturaleza y del Autor de la naturaleza.