viernes, 25 de mayo de 2012

El Diácono Permanente, Identidad, Función y Pospectiva - III

Aqui va la tercera entrega del trabajo que estamos publicando, cuya autoria pertenece a S.E.R.Monseñor Roberto O. Gonzalez Nieves, Arzobispo de San Juan de Puerto Rico.
El texto se publica tal como aparece en la pagina de la Congregacion para el Clero el 19-02-2000.


El Ministerio de la liturgia

El diácono manifiesta por excelencia ante la Iglesia su diakonía cuando la recapitula sacramentalmente en la liturgia. Sus acciones y actuaciones en la liturgia son partes integrales a la misma y no meros adornos. En la liturgia cada cristiano tiene el derecho y el deber de prestar su participación de diferente manera...'Cada cual, ministro o simple fiel, al desempeñar su oficio, hará todo y solo aquello que le corresponde'" (SC n.28). Recordemos que la Iglesia y liturgia no son realidades separadas; la Iglesia, tanto en su aspecto local como en su aspecto universal, está presente en la liturgia, que es su sacramento. No hay liturgia sin Iglesia y no hay Iglesia sin liturgia. La Iglesia Universal subsiste y se participa en ella a través de la liturgia. Si somos católicos, miembros vivos de la Iglesia Universal, lo somos por cuanto celebramos y entramos en su realidad plena.


Es muy importante que el diácono conozca su oficio en la liturgia; que tenga inteligencia de las rúbricas y flexibilidad para saber adaptarse a distintas circunstancias, tales como las diferentes interpretaciones de éstas que muchas veces varían de parroquia en parroquia. El diácono es responsable ante la Iglesia, presente en la asamblea de culto, de servir bien, haciendo todo y solo aquello que le corresponde. Allí, en el altar ha de ser portavoz de las plegarias y necesidades de los fieles. Desde allí proclamará al pueblo el Evangelio y se dirigirá al mismo por las moniciones propias de su oficio.

Servir sin presidir: Imitadores de Jesús que "no vino a ser servido, sino a servir" (Mar. 10, 45)

Algunas personas tienen la tendencia de circunscribir la función litúrgica del diácono a los sacramentos del bautismo y del matrimonio y a otras cosas que el diácono "puede" hacer, olvidándose del oficio que define al diaconado, esto es, servir y servir sin presidir, facilitar, y no hacer sombra a los demás ministros. Sirva el diácono a la asamblea y al celebrante y a ministros estando al tanto de todo y de todos, sin que nadie tenga que advertírselo.

El diácono es un "facilitador" tanto dentro como fuera de la liturgia. En las ceremonias "asiste a los sacerdotes y está siempre a su lado; en el altar lo ayuda en lo referente al cáliz y al misal; si no hay algún otro ministro cumple los oficios de los demás, según sea necesario" (OGMR 127). Lo que se dice de la Misa, se dice de todos los ritos de la Iglesia.

Tenga, pues, en cuanta el diácono que, si ha de asistir al celebrante, debe saber bien el "cuándo" y "cómo" y el "por qué" de lo que el celebrante hace o dice en todo momento. Sea el diácono el "brazo derecho del celebrante" con dignidad, humildad y eficiencia. Si no actúa con inteligencia de su oficio se puede decir que estorba, que interrumpe la fluidez de las ceremonias.

Dice la introducción de la edición española de la Ordenación General del Misal Romano España (Andrés Pardo, OSB. Consorcio de Editores, 1978 )que "el verdadero maestro o director de la celebración debe ser un ministro que tenga una función dentro de ella, es decir, debe ser el diácono, quien no debe quedarse en figura decorativa y en mero acompañante del celebrante principal" (Parte Introductoria n.3, Orden General del Misal Romano España).

Cuatro situaciones

Si lo que acabo de citar es correcto, cabe preguntarnos por qué la mayoría de los diáconos hoy tienen una actuación limitada en la liturgia romana. Por eso conviene que ahora consideremos algunas de las causas y circunstancias que han contribuido a tal inercia diaconal. Lo haremos en lo posible, en orden cronológico.





En primer lugar, la idea siempre viva

En primer lugar: aunque el diaconado ejercido en forma permanente cesó casi por completo en la Iglesia de occidente por, más o menos un milenio, la liturgia latina mantuvo vivo el oficio diaconal en todas las ceremonias de la Iglesia . El diaconado, ciertamente, no cesó de existir en la liturgia. Ahora bien, como en la mayoría de las veces, no había diáconos, el oficio diaconal fue desempeñado por presbíteros vestidos de diácono, esto es, en dalmática. Las reformas del Concilio Vaticano II prohibieron a los presbíteros la práctica de vestir los ornamentos propios del orden diaconal, pero mantuvieron que en ausencia del diácono, los presbíteros revestidos de ornamentos propios al presbiterado, puedan ejercer el oficio del diácono, especialmente cuando celebra el obispo.

"Los presbíteros que participen en las celebraciones episcopales, hagan sólo aquello que les corresponde como presbíteros; si no hay diáconos, suplan algunos de los ministerios de éste, pero nunca lleven vestiduras propias del diácono" (Ceremonial de los Obispos, Renovado según los decretos del Sacrosanto Concilio Vat. II y Promulgado por la Autoridad del Papa J. P. II Consejo Episcopal Latinoamericano, 1991. Números 21 y 22).

Pasaron unos diez años entre el cese de la antigua Misa Solemne, con diácono y subdiácono, y la restauración del orden del diaconado. Tal parece que ese hiato fue suficiente para que la comunidad eclesial olvidara la antigua "misa de tres padres" con el ministerio diaconal tan intensivo que conllevaba. De pronto aparecieron los diáconos, pero su función en la liturgia ya era desconocida por muchos o se veía grandemente disminuida o reducida por otros. Lo que no ocurrió en un milenio, ocurrió en diez años. Ciertamente, las rúbricas de los ritos renovados fueron muy parcas. Solamente con la promulgación del nuevo Ceremonial de Obispos de 1991, se han aclarado muchos puntos oscuros y hasta mal interpretados de la renovación de los ritos litúrgicos del rito romano. Por eso tenemos que consultar el Ceremonial.

 En segundo lugar, un oficio canalizado por otras vías

En segundo lugar: con la reforma post conciliar se llegó a establecer formalmente la participación laical en muchas funciones litúrgicas (cf. Directorio n. 41), que ya venía desde los pontificados previos al de S.S. Juan XXIII en la llamada "misa dialogada" (en la cual el pueblo respondía en latín todo lo que usualmente correspondía al acólito y recitaba el ordinario en latín con el celebrante) y también en la "misa comunitaria" (donde el pueblo cantaba una paráfrasis vernácula del Ordinario de la Misa) que el movimiento litúrgico había impulsado. Así, por ejemplo, se formalizó la llamada Oración Universal o de los fieles. Al faltar el diácono y al no haber un presbítero en dalmática que tomara su oficio, las intenciones de esta Oración Universal pasaron a un laico. Esta práctica está muy generalizada hoy día aunque el ministro idóneo, sea, en primer lugar, el diácono, y así lo establecen las rúbricas (C.E. 25) y la tradición oriental como occidental.

Como sucede con la Oración Universal, también sucede con otras funciones que son propiamente diaconales. Por ejemplo, dirigir las moniciones al pueblo (Ceremonial del Obispos Número26), servir al celebrante en el altar tanto en lo referente al libro como al cáliz (Ceremonial de Obispos Número 25). 

En tercer lugar, ¿Para que un diácono aquí?

En tercer lugar, como efecto de lo antes dicho, el diaconado se restaura en el mundo que ya no le conoce. Es más, cuando llega un diácono a una parroquia que nunca ha tenido ese ministerio, tal parece que el nuevo ministro, le "quita" o le "roba" actuaciones a muchas personas, por ejemplo, al celebrante, al monitor, al turiferario, a los acólitos, a los ministros extraordinarios de la comunión, y así a otros tantos para mencionar solamente la Misa. Entonces se oye algo así: "esto siempre lo ha hecho un lector ¿Por qué se le da ahora a un diácono?".

Cabe mencionar, que en la Misa Solemne el celebrante llegó a recitar en voz baja el Introito, los Kyries, el Gloria, la Epístola, el Gradual y el Aleluya, el Evangelio, el Credo, la Antífona del Ofertorio, el Sanctus, el Agnus Dei y la Antífona de Comunión, sólo para mencionar algunas de las partes de la misa. Esto lo hacía el celebrante mientras el coro y el pueblo cantaban en latín sus partes respectivas y el subdiácono leía la epístola. El Evangelio lo leía el celebrante en voz baja primero y el diácono (presbítero vestido de dalmática) proclamaba solemnemente el Evangelio. Se llegó a pensar por algunos autores que la acción del celebrante era la única necesaria y que las funciones de los demás ministros y del pueblo eran superfluas. Lo importante era que el padre lo dijera y lo hiciera todo. Por este estado de cosas, la Constitución sobre la Sagrada Liturgia reiteró un principio muy antiguo y al parecer olvidado, y que dice así: "cada cual, ministro o simple fiel, al desempeñar su oficio, hará todo y sólo aquello que le corresponde" (SC n. 28).

Al ocupar su puesto en la nueva liturgia, el diácono debe ejercer todo su oficio y solamente su oficio. Para cumplir con este cometido, debe el diácono conocer bien su oficio. De nada sirve reclamar sin saber qué se reclama. Claro, que lo que se aplica al diácono, se aplica también al celebrante y demás ministros. Todavía hay algunos celebrantes que parecen no entender la presencia litúrgica del diácono que sirve sin presidir. Todavía lamentablemente se escucha la expresión "monaguillo glorificado".

 En cuarto lugar, la asombrosa supervivencia del maestro de Ceremonias

En cuarto lugar: En la práctica ha sobrevivido a la renovación post conciliar del Vaticano II un ministro que no aparece en ninguna de las rúbricas e instrucciones u ordenaciones de los actuales ritos: esto es, el Maestro de Ceremonias; hoy por hoy, el ceremoniero muchas veces asume una autoridad tal, que tiende a inhibir de su oficio a los demás ministros, al diácono en particular.

El Ceremonial de Obispos propone la necesidad de un maestro de ceremonias, que coordine, organice, ensaye, dirija las ceremonias como preparación a las mismas. Pero dice claramente en su número 35 que el ceremoniero "coordine oportunamente con los cantores, asistentes, ministros, celebrantes, aquellas cosas que deben hacer y decir. Dentro la celebración obre con máxima discreción; no hable nada superfluo, no ocupe el lugar de los diáconos y de los asistentes al lado del celebrante". Es de notar que el ceremonial menciona al ceremoniero en sus números 34-37 y luego no lo menciona más en sus 1210 números.

 Percepción de un Obispo

Yo, como Obispo, les puedo decir con toda sinceridad que al Obispo le resulta muy práctico tener un ceremoniero que conozca exactamente el "cómo" y el "por qué" de lo que el Obispo requiere, tanto en las celebraciones de catedral, como cuando visita otras Iglesias, una persona así lo facilita todo e inspira confianza de que todo lo que se refiere a la persona y oficio del Obispo quedará bien. Yo creo, sin embargo, que no sólo un diácono ( como lo indica el número 36 del Ceremonial) puede hacer de ceremoniero, sino que el Obispo puede elegir un cierto número de diáconos para que sean sus "familiares" y que siempre desempeñen el oficio de los dos diáconos "asistentes" (antes llamados diáconos de honor) que atiendan al Obispo a su derecha e izquierda. Estos diáconos "asistentes" se ocupan de la persona del Obispo (n.26). Cuando el Obispo visita una iglesia, lleva a sus "asistentes" que saben bien como atenderle, por ejemplo, con la mitra, el báculo, el misal, el incienso, el hisopo, etc.; mientras aquellos diáconos (o diácono) que desempeñan el oficio de "ministrante" son los que tienen a cargo lo que se hace en todas las misas, como es la proclamación del Evangelio y la atención del altar con el cáliz y el misal. También son los "ministrantes" los que se dirigen al ambón para la Oración de los Fieles y las moniciones (números 25 y 26). Como dije anteriormente, hay distintos carismas entre los diáconos y algunos serían idóneos para servir de "asistentes" al Obispo, otros, los "ministrantes" pueden desempeñar las funciones que mejor conocen porque son las usuales.

Tenemos que rogar al Señor para que conceda una tregua, la proverbial paz de Dios, en que los maestros de ceremonias y los diáconos puedan estrecharse en un abrazo de paz, de concordia, amor y respeto mutuo.

Hay otras razones y circunstancias que contribuyen a que el diácono se vea disminuido en su oficio y quede reducido a un personaje pasivo en la liturgia. Se necesita que el pueblo y demás miembros del clero, esto incluyendo a algunos diáconos, sean catequizados en cuanto a la identidad y oficio del diácono. En la mente de muchas personas se pasa por salto del laicado al presbiterado. Se habla mucho de ministerios eclesiales laicales. ¿Dónde quedan los diáconos? Que se oiga más en las oraciones de los fieles "por las vocaciones al sacerdocio, al diaconado y a la vida religiosa". Después de todo, el diácono es también "llamado" por Dios.
(Fuente Vatican.va)




SAN BEDA EL VENERABLE
Doctor de la Iglesia

(† 735


La Edad Media guarda numerosas sorpresas a todo el que desea correr la aventura de adentrarse por sus intimidades. Siglo oscuro y ruidos de armas. Señores feudales con sus mesnadas guerreras. Castillos defensores con puentes levadizas y celadas astutas por las encrucijadas de los caminos. Invasión de los bárbaros, en una palabra, que ha preparado este precario estado de cosas y ha liquidado una cultura decadente y cansada. Brilla ahora mucho más el ejercicio de las armas que el conocer la cultura clásica. Y entre los nobles llega a ser un timbre de gloria el ser analfabeto: "El señor no firma porque es noble", terminan algunos documentos del tiempo.
Pero la ciencia no ha desaparecido. Se ha refugiado en los monasterios. La Iglesia, por los monjes sobre todo, es la gran y única educadora de los pueblos. Clérigo y letrado son ahora palabras sinónimas. Para penetrar, pues, bien la Edad Media es preciso conocer también la vida apretada y fecunda de los monasterios. Entrar en ellas con el ánimo purificado y sereno, dócil y abierto a toda sugerencia. Descalzarse, previamente, de toda predisposición a lo complicado y vertiginoso, a las velocidades supersónicas y a las carreras contra reloj. Para sorprender mejor a aquellos hombres, enjambres de Dios elaborando, en, sus celdas, la miel dulcísima de las ciencias del espíritu para el bien de las almas.

Uno de estos hombres fue Beda el Venerable, nacido en Inglaterra el año 673. Figura cumbre que iluminó con su luz todo su siglo. No sólo Inglaterra, sino toda la cristiandad. No poseemos muchos datos sobre la vida de San Beda. Con todo, no siempre se tiene la feliz circunstancia de esta ocasión. Él mismo dejó una nota, escueta y sencilla, de su vida al final de su Historia eclesiástica de Inglaterra, libro de gran aliento, objetivo y exacto, que le da derecho a ostentar el título de "padre de la historia de Inglaterra".

"Yo, Beda, siervo de Cristo y sacerdote del monasterio de San Pedro y San Pablo de Wearmouth, nací en el pueblo de dicho monasterio, y a los siete años mis padres me pusieron bajo la dirección del abad Benito, primero, y, después, de Ceolfrido. Desde entonces toda mi vida discurrió dentro del claustro y puse todo mi afán en la meditación de las Sagradas Escrituras. Y entre la observancia de la disciplina regular y el cotidiano oficio de cantar en el coro, siempre me fue dulce el aprender, o enseñar, o escribir. Fui ordenado diácono a los diecinueve años y sacerdote a los treinta, de manos del obispo Juan. Desde mi sacerdocio hasta ahora, en que cuento cincuenta y nueve años, me he ocupado en redactar para mi uso y de mis hermanos algunas notas sobre la Sagrada Escritura, sacadas de los Santos Padres o según su espíritu e interpretación."
Como se ve, nada es más simple que su vida. Observar la regla y cantar el oficio divino. Todas sus delicias las ponía en aprender, enseñar y escribir. Todo su afán, meditar las Sagradas Escrituras y comentarlas para utilidad propia y de todos sus hermanos. Es decir, la regla de oro benedictina: Ora et labora. Oración y trabajo. La oración apoyando al trabajo, el trabajo nutriendo y nutriéndose de la oración. Sin estorbarse, sino al contrario, apoyándose mutuamente. "Ni el rezo estorba al trabajo ni el trabajo estorba al rezo."

Así resolvía San Beda, en perfecto maridaje, la conocida discusión sobre la prioridad de la oración o el trabajo en la vida cristiana. San Juan de la Cruz recordaría más tarde, con notable insistencia, el lugar preminente, la importancia básica y fontal de la oración. Como valor en sí y con vistas al apostolado exterior. "Ojalá que los hombres devorados por la actividad, que piensan remover el mundo por medio de sus predicaciones y otras obras exteriores, reflexionaran un instante. Comprenderían sin dificultad cuánto más útiles a la Iglesia y agradables al Señor serían —sin hablar del buen ejemplo que darían a su alrededor— si consagraran la mitad de su tiempo a la oración. En estas condiciones, y con una sola obra, harían un bien mayor y con menor esfuerzo que el logrado por miles de otros actos a los que entregan su existencia. La oración les merecería esta gracia... Sin ella todo se reduce a puro ruido... Se hace poco más que nada, a menudo absolutamente nada, e incluso mal."

Pero tampoco hay que descuidar el trabajo y caer en el angelismo. No se ha de olvidar que somos hombres y que, como tales, compuestos de cuerpo y alma, hemos de salvarnos. Ni despreciar las realidades terrenas, que nosotros hemos de transformar, y de las que hemos de servirnos para saltar hasta Dios. "¿Vale la pena desperdiciar tanto tiempo en las cosas de la vida de aquí abajo? Vale la pena, vale la pena. Hubo un tiempo en que yo mismo me preguntaba: ¿Para qué luchar por la vida de esta tierra? ¿Qué me importa este mundo? Soy un exilado del cielo y siento premura por volver a mi patria. Pero, con el tiempo, he comprendido, y he cambiado de pensar. Nadie puede entrar en el cielo si anteriormente no ha vencido en la tierra, y nadie puede vencer aquí si no lucha contra el mundo con ímpetu, con paciencia y sin descanso. El hombre no posee otro trampolín que la tierra si quiere lanzarse al cielo. Si deponemos las armas estamos perdidos, aquí abajo, en la tierra, y allá arriba, en el cielo."

¿Qué vida es, entonces, más perfecta, la activa o la contemplativa? Santo Tomás dice que la mixta, la que participa de las dos. He aquí un gran lema: "Ofrecer a los demás el fruto de nuestra contemplación".
Tan bien sabía unir San Beda, con tanto equilibrio, estos dos polos de su vida, trabajo y oración, que es difícil comprender, nota un autor antiguo, cómo pudo sobresalir tanto en ambos. "Si consideras sus estudios y numerosos escritos parece que nada dedicó a la oración. Si consideras su unión con Dios parece que no le quedó tiempo para sus estudios."

El secreto está seguramente en aquellos remansos de paz y trabajo que eran los monasterios, y en saber renunciar a distracciones que desvían del fin. "Antes de decidirse, el hombre puede escoger entre muchos caminos. Pero, cuando ha tomado uno, sólo adelantará a condición de seguir en él. Quien cambia continuamente de ruta vuelve sin cesar al punto de partida... En cada encrucijada es necesario sacrificar varios caminos para seguir uno solo. El hombre no alcanzará una perfección sino sacrificando muchas otras. Algunas personas no saben sacrificar y no llegan entonces a nada."
Esta es la gran lección que nos da San Beda. Trazarse un rumbo bien claro y seguir tras el ideal, sin mirar a la derecha ni a la izquierda, con una constancia y energía indomable. Lección, esta, de necesidad apremiante, porque hoy es terrible el peligro de la dispersión. Basta girar un botón para oír, ver y sintonizar con lo que, hace un par de horas, le ha sucedido al alguacil de cualquier alcalde de Borneo. Hay que saber mil nombres de libros, deportistas, políticos, congresos y artistas de todo género. Todo parece dispuesto para ofuscar, seducir, entretener y desviar.

El miedo del siglo XX es el acertado título de un reciente libro. "Miedo a que la técnica, la máquina, la civilización fría del fichero y la estadística, de los cerebros electrónicos y las leyes sin alma, se nos echen encima y nos asfixien, y no dejen va sitio en nuestro espíritu para el Único Necesario. Miedo porque la gran marejada de la barbarie está ante nuestras puertas". "En Europa se la esperaba tradicionalmente viniendo de Oriente. La costumbre no se ha perdido. Pero el Oriente nunca ha irrumpido más que en una Europa descompuesta. La gran marejada de la barbarie está en nuestros corazones vacíos, en nuestras cabezas perdidas, en nuestras obras incoherentes y en nuestros actos, estúpidos por cortedad de vista. No nos quejemos mañana de los bárbaros si aceptamos hoy nuestra decadencia." Tiempos de bárbaros los de San Beda. Tiempos muy parecidos los nuestros. El y los suyos tonificaron y orientaron el mundo. He aquí, también, la tarea actual de los cristianos.
Aquello de no morirse sin haber plantado un árbol, haber tenido un hijo y haber escrito un libro lo realizó San Beda muy cumplidamente. En cuanto a lo primero, plantar un árbol, en ningún sitio consta que no lo hiciera. En cambio, sí hablan las crónicas que trabajaba a veces en la huerta. Hijos, discípulos de su doctrina, los tuvo muy numerosos. Cuanto a escribir libros, es uno de los escritores más fecundos de materias espirituales y temas profanos.

Todos sus enciclopédicos conocimientos los fue distribuyendo en múltiples escritos de gramática, retórica, métrica, poesía, música, aritmética, meteorología, física, cronología, filosofía, teología. San Beda sabía que nada había ajeno a la legítima curiosidad del cristiano. Toda la creación es un reflejo de la gloria de Dios. Su fina sensibilidad de alma interior descubría en todo la huella divina.
Pero donde brilló, sobre todo, con fulgor nuevo e irreprimible la pluma de San Beda —y, en la pluma, su mente y su corazón— fue en sus homilías y en sus comentarios sobre la Sagrada Escritura. Escribió hasta sesenta libros o tratados sobre la Sagrada Escritura, según propia confesión. Todo el plan de sus estudios lo relacionaba con la interpretación de la Sagrada Escritura. A este fin dirigía sus vigilias, sus investigaciones. Para promover en su ánimo y en el de sus discípulos tan santo y laudable estudio. Tanto ha estimado sus homilías la Iglesia, que las ha introducido en la liturgia. Sobre todo en las fiestas de la Virgen, por quien Beda sentía tiernísima devoción.

Purificaba más y más su conciencia para entender el sentido de los Libros Santos. "Porque en alma maliciosa no entrará la sabiduría ni morará en cuerpo esclavo el pecado", dice el Señor. El mismo Santo nos dice que, aun prescindiendo del bien que pudiera hacer a las almas, él ya lo había conseguido meditando las palabras del Señor, que tanto estimaba, siguiendo en esto el espíritu de San Agustín. "La palabra de Jesucristo no es menos estimable que su cuerpo, y, por tanto, las mismas precauciones que guardamos para no dejar caer al suelo el cuerpo del Señor cuando nos lo entregan debemos tomar para que no caiga de nuestro corazón la palabra de Cristo que se nos predica."

Como era entonces corriente, más que obras nuevas, recogía todo lo bueno que los Santos Padres habían dicho, Con todo, su ciencia no era propiamente ciencia de archivo, ciencia de almacén, sino ciencia de fábrica. "Abeja laboriosa", sabía libar lo más exquisito, elaborarlo y transformarlo, para provecho propio y ajeno. "Miel virgen destilaban sus labios." Más que la ciencia poseía la sabiduría, dando a esta palabra su sentido exacto de saborear, degustar. Distinguir y escoger lo mejor. Resume admirablemente esta hambre infinita de saber la oración con que acabó uno de sus libros: "Te ruego, buen Jesús, ya que te has dignado concederme el beber dulcemente las palabras de tu ciencia, me concedas también la gracia de llegar un día hasta Ti, fuente de toda sabiduría, y estar siempre presente ante tu divino rostro".

De esta manera no es extraño que la fama de San Beda saltase de la isla al continente y se esparciese por toda la cristiandad. Los seiscientos monjes del monasterio porfiaban por escucharle. Otros acudían de los alrededores, ávidos de saber. El papa Sergio I le llamaba a Roma. San Bonifacio, el apóstol de Alemania, escribe al monasterio de San Beda para que le envíen "alguna partícula o chispita de ese cirio de la Iglesia que encendió el Espíritu Santo, investigador sagacísimo de las Sagradas Escrituras".

Se le llamó maestro nobilísimo, doctor eximio, cirio de Dios, sacerdote ejemplar, monje observante. Un concilio de Aquisgrán le reconoció Padre de la Iglesia. Últimamente, en 1899, el papa León XIII dio el espaldarazo oficial y canónico a su magisterio, declarándole doctor de la Iglesia.
Pero el nombre que más se divulgó y con el que sobre todo ha sido siempre conocido es el de Venerable. Un autor antiguo dice que, siendo tenido por un gran santo en la Iglesia, es el único entre los santos que no se llama santo, sino venerable. Y explica la razón con dos ingenuas leyendas: Estando ciego por su avanzada ancianidad y habiendo llegado, de manos de un discípulo, ante un montón de piedras, el discípulo empezó a persuadirle que había allí congregada una gran multitud, que esperaba, con gran silencio y devoción, su predicación. Entonces el Santo les dirigió un discurso elegantísimo, y, al acabar diciendo: "Por todos los siglos de los siglos", las piedras respondieron: "Amén, venerable presbítero". Después de muerto el Santo otro discípulo se disponía a preparar una inscripción para su sepulcro en un solo verso. Le faltaba una palabra y no encontraba ninguna a propósito, hasta que, cansado, se fue a dormir. Y he aquí que, a la mañana siguiente, encontró esculpido en el túmulo el verso completo, por manos angélicas: Hac sunt in fossa Bedae Venerabilis ossa. (En esta tumba yacen los restos del Venerable Beda.)

La razón verdadera del nombre de Venerable parece ser porque se leían sus homilías en las iglesias, viviendo él. Y, al no poder llamarle santo, decían, "del Venerable Beda", por el gran aprecio que se le tenía. Luego se confirmó, al extenderse sus sublimes escritos por toda la cristiandad.
Cargado de méritos, de años y de veneración, le llegó al Venerable la hora de morir. Un testigo ocular cuenta a su compañero, en una carta, la última enfermedad y la muerte del Santo. Pasó los últimos días dando gracias a Dios y cantando salmos. Incluso por la noche, el tiempo que le dejaba libre el sueño. A veces interrumpía el canto y se deshacía en lágrimas y lloraban todos con él.
Durante estos días, sin dejar las lecciones que daba ni el canto de los salmos, emprendió dos obras nuevas: una traducción del Evangelio de San Juan al inglés y algunos pasajes de San Isidoro de Sevilla. Luego se agravó, pero él seguía trabajando.

Todo el último día enseñaba y dictaba, Se apresuran por acabar el último capítulo. "Maestro, todavía falta un versículo." "Escríbelo pronto", respondió. Luego decía el discípulo: "Todo está acabado". "Sí —repuso el Santo— todo está acabado." Entonces, como gesto de delicadeza, repartió los pequeños recuerdos que le quedaban. Sobre todo a los sacerdotes para que dijesen misas por él. Pidió que le pusiesen en el suelo, vuelto hacia el lugar santo donde tantas veces había alabado a Dios. Y de este modo se puso a cantar por última vez: "Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo". Luego, tranquilamente, entregó su alma a Dios. Era el 25 de mayo de 735, víspera de la Ascensión. Contaba a la sazón sesenta y dos años.

Experto conocedor de las Sagradas Escrituras, tuvo siempre presentes las palabras del Señor: "Caminad mientras tenéis luz, para que no os sorprendan las tinieblas". "Mientras tenemos tiempo obremos el bien." "Viene la noche y ya nadie puede trabajar." Así murió San Beda. Rezando y trabajando. Aprovechando hasta el último día de su vida para no presentarse con las manos vacías. Una vez más la muerte había sido un reflejo fidelísimo de la vida.

      (Fuente: Mercabá .org)