San
Justino, hombre de su tiempo, fue filósofo, santo y mártir. Tres dimensiones de
la vida humana, cada una de las cuales es suficiente para dignificarla si se
realiza con plenitud, conciencia y autenticidad. San Justino cumplió con las
tres. Como filósofo, amó la verdad y se entregó a su estudio; como santo,
respondió con virtudes a la gracia suficiente, difundiendo la verdad con el
ejemplo de su vida tanto o más pulcramente que con sus escritos, con ser éstos,
en la opinión de algunos críticos, muy bellos. Su estilo literario es, a decir
verdad, harto discutible; su estilo de vida es, sin lugar a dudas, admirable.
Como mártir, confesó con valentía y serenidad, pero sin jactancia, su fe en
Jesucristo, negándose a sacrificar a los ídolos.
Había
nacido en Flavia Neápolis, en los primeros años del siglo II. Flavia Neápolis
es la moderna Naplusa, Nabulus o Nablus. El nombre se lo dio a la ciudad Flavio
Vespasiano al apoderarse de ella el año 72. El nombre samaritano primitivo fue
Siquem; estaba considerada corno uno de los puntos más fértiles y hermosos de
la Palestina central. Ciudad ancha y fecunda, centro de heredades bíblicas,
granero y fortaleza. Veinticinco mil habitantes cuenta. En el siglo II, cuando
San Justino nace, se mezclan judíos de origen, resentidos y torvos, con colonos
paganos, orgullosos, privilegiados y en expectativa.
El nombre
Justino, aunque de clara ascendencia samaritana, no engaña a los naturales.
Denuncia el origen de la tierra, pero no supone ascendencia judía del linaje.
Abuelo y padre de Justino fueron, a buen seguro, gentiles. Nuestro Santo parece
tenerlo a gala, fundándose en la mejor disposición que muestran los paganos en
abrazar la fe de Cristo y en la más firme voluntad para defenderla que la que
demostraban los judíos.
San
Justino parece como un primer anuncio de San Agustín. Su itinerario intelectual
es muy semejante, y representa entre los apologetas lo que San Agustín
significará, con majestad, entre los Padres de la Iglesia.
De la
corteza de la lengua griega pasa, afilándola, al corazón de las ideas, sin que
las bellezas literarias, que le cantan al oído, le encanten o detengan en la
penetración de la verdad,
Sigue en
el estudio y en la persecución de la verdad el camino que le señala la
sinceridad de la búsqueda. Lee y escucha a los estoicos, porque es el sosiego
del alma lo que busca, y en ellos parece que podrá encontrarlo; pero no alcanza
la paz consigo mismo porque algo más hondo le grita. Es el primer destello de
Dios en el alma de Justino. Un Dios presentido y querido, que los estoicos no
aciertan a escuchar. Después asistirá a las lecciones de los peripatéticos,
pitagóricos y platónicos, sin que la inteligencia de sus textos ofrezcan al
corazón de Justino el fervor que el corazón le pide, y sin que el corazón
entregue a la inteligencia la claridad y el amor que solicita.
Lo que no
consigue la ciencia de los sabios lo logrará el ejemplo, la constancia y la
fortaleza de los humildes. Justino advierte en los mártires cristianos cómo la
ciencia vana se transforma en sabiduría plena. Al profundizar en las razones
misteriosas que ordenan la formación de ejércitos de mártires y la sucesión de
los tiranos en los primeros siglos del cristianismo convendrá no echar nunca en
olvido la gracia santificadora de los tormentos, derramándose por todos los
miembros de los que buscan la verdad por caminos de buena voluntad. La
persecución de Adriano y la divinización de Antinoo pudieron abrir, en invitación
sobrenatural, los portones del alma de Justino a la recepción de la gracia de
la fe. "Cuanto más se nos persigue —dice en el Diálogo con Trifón— tanto mas crece el número de los que se
convierten a la fe por el nombre de Jesús. Nos sucede como con la cepa, a la
que se podan los sarmientos que han dado ya fruto para que broten otros más
vigorosos y lozanos. La viña plantada por Dios y por nuestro Salvador
Jesucristo es su pueblo. No hay quien amedrente o reduzca a servidumbre a los
que por todo el ámbito de la tierra creemos en Jesucristo."
El
fenómeno de la conversión del hijo de Presco a la gracia sobrenatural del
cristianismo, algunos años antes de cumplir los cuarenta, la edad de la gracia
natural del filósofo, que diría Platón, sólo se explica suficientemente por la
virtud y eficacia misteriosa de la gracia divina, es cierto; pero en las
galerías del alma de Justino oímos cómo discurren los pasos de la sinceridad,
de la inteligencia, del ejemplo de los mártires en vida y en muerte, de la
meditación silenciosa, de la vigilancia de las pasiones y, finalmente, de la
lectura de los profetas. Estos pasos andados con humildad ensanchan su mirada y
ahondan sus ecos hasta llegar a la fuente divina de la voz primera y esencial.
En efecto, Justino abraza el cristianismo sin tener por ello que abandonar la
filosofía, sin apagar sus fervores didascálicos, sin renunciar su pujante
vitalidad, sin contradecir a la fe con la razón ni humillar a la razón con la
fe.
Justino,
convertido al cristianismo, no desfallece en la búsqueda iniciada de la verdad
—conviene repetirlo— ni abandona la filosofía. Este es el alcance que hay que
dar a muchas de sus frases entusiásticas y que, lejos de racionalizar la fe, lo
que señalan es la posibilidad racional de alcanzarla y la injusticia que supone
atacarla. La filosofía no depone contra la fe, sino que el vivir en la fe
delata una excelsitud sobre el mero pensar filosófico. En San Justino la fe es
siempre un don de Dios, original y sobrenatural. Se opera en Justino una
transformación. Es como una elevación del sentido, como un ahondamiento por
profundidades, como una transverberación de luces inéditas y sobrenaturales en
la constelación intelectual de sus conocimientos anteriores. La conversión al
cristianismo le ha enseñado para qué sirve la vida, le ha descubierto una nueva
faz de la verdad, le ha iluminado y enfervorizado el anhelo. Lejos de
despreciar lo sabido, lo tiene en más, como si el cristianismo fuera la
coronación de todos los saberes, por su superación sobrenatural. "He procurado
—dice al prefecto Rústico-- adquirir conocimiento de todo linaje de doctrinas,
pero sólo me he adherido a las doctrinas de los cristianos, que son las
verdaderas, aunque no sean gratas a quienes siguen falsas opiniones."
Antes de
convertirse su alma era como un desierto, ahora es como una antorcha; y abre
escuela en Roma para mostrar y demostrar que la filosofía o conduce a la fe en
Jesucristo, Verdad verdadera, voz entre los ecos, plenitud de tiempo y
verdades, o se convierte en retórica vana. Para nuestro Santo la verdad que
persigue la filosofía es una fuerza luminosa y penetrante. Pero no por ello le
entregará las llaves de la fe. Grande es, ciertamente, Sócrates —nos dice—;
pero a Sócrates nadie le ha creído hasta el punto de dar su vida por mantener
esta doctrina. Por la de Cristo, sí; dan su vida los filósofos, los sabios, los
artesanos y los humildes. Y ésta es la doctrina a que aspiran los hombres: una
verdad por la que valga la pena morir, si llega el caso.
San
Justino sabe muy bien que no ha sido la filosofía la que le ha abierto el cielo
de su alma, pero no ignora tampoco que la filosofía no es obstáculo para
abrazar la fe, y defiende que una filosofía con fe es una filosofía
auténticamente humana. San Justino se percató de que cabe hablar de una
filosofía cristiana, pues la razón sólo engendra monstruos cuando con ella se
comete la monstruosidad de oponerla a la fe en Cristo. Tan fuerte es esta
convicción en San Justino que llega a considerar como un deber de filósofo
cristiano el predicar la fe con los medios de expresión de que cada uno dispone
y que resulten inteligibles y comprensibles. El se vale de expresiones
platónicas. Sólo si algún filósofo arremete contra la fe en nombre de la
filosofía impugnará al filósofo y a su filosofía. Justino es antes que nada el
filósofo de la sinceridad en la búsqueda, de la autenticidad en la conducta, de
la humildad en el hallazgo, del fervor en la predicación de su fe, del heroísmo
en el testimonio de su creencia.
La vida
de San Justino es un testimonio palpitante de cómo ha de vivir su fe un
filósofo cristiano. Cierto que su tiempo no es el nuestro, ni su circunstancia
la que hoy nos rodea, ni su estadio es como nuestro anfiteatro; pero no es
menos cierto que la situación radical es y seguirá siendo análoga o muy
semejante hasta el final de los tiempos. Más aún: San Justino conserva un no sé
qué de modernidad palpitante para esta Europa lacerada.
San
Justino despliega sus actividades con una sencillez, entusiasmo y sinceridad
que sorprende. Como la bondad y la verdad son difusivas, y el consejo
evangélico señala que la luz de la inteligencia ha de manifestarse en público y
en privado, San Justino escribe, habla, predica y peregrina. Suena un filósofo
cínico, enemigo del cristianismo, y Justino entabla polémica pública en
términos filosóficos. Surge un judío recalcitrante, y Justino abre diálogo en
términos de milagros y profecías cumplidas por Cristo. Arrecian las
persecuciones, y Justino alza solemne su voz, proclamando directa y audazmente
la verdad y la seguridad de su fe en un Dios vivo y viviente, creador,
conservador, redentor y juez. No hay en San Justino impertinencia, no hay
tampoco imprudencia, pero jamás cederá en la defensa de la verdad ni celará su
fervor. Su presencia intelectual, moral y religiosa se multiplica oportuna e
importunamente, porque los tiempos exigían esta presencia en la importunidad.
Resuena en él San Pablo como un eco potente.
San
Justino está todo él, de cuerpo entero, en las llamadas Apologías y en el Diálogo con
Trifón. Es de lamentar que otros escritos suyos se hayan perdido, pero sólo
con lo que nos resta San Justino queda retratado maravillosamente. Dedica sus Apologías a Antonino Pío y a Marco
Aurelio. Les imputa error, debilidad, cobardía e injusticia, basando la acusación
en pruebas morales y en el influjo maléfico de los demonios. Las Apologías están esmaltadas de
pensamientos luminosos y eficaces, relieves de sus lecturas platónicas,
purificadas por la sinceridad de su fe cristiana. Conservan hoy su validez intacta.
Son los hechos —alega San Justino— los que reflejan la piedad o la iniquidad,
el amor o el odio que se esconde en los pensamientos y en el corazón de los
hombres. El que acusa al cristianismo de iniquidad bastante castigo tiene con
el delito que comete con la acusación. El que castiga a un cristiano quebranta
la paz, porque el cristiano, por serlo, la busca y la defiende para él y para
los demás. El que, conocida la verdad, la persigue comete iniquidad. Vosotros
—dirá en los comienzos de la Apología— os oís llamar por doquiera piadosos y
filósofos, guardianes de la justicia y amantes de la instrucción; pero que
realmente lo seáis es cosa que tendrá que demostrarse. Vosotros —añadirá—
matarnos sí podéis; pero dañarnos, no. Instruidos como estáis, no tendréis
excusa delante de Dios si no obráis según la justicia.
En San
Justino adquieren relieve expositivo los puntos fundamentales de la teología
dogmática, de la moral y de la liturgia. Alcanzan un valor superior al
meramente apologético. En él se lee con claridad la divinidad de Jesucristo Y
su misión redentora. Cristo ha muerto para librarnos de la esclavitud de los
demonios que rondan por el mundo desde el pecado del Paraíso. La madre virginal
de Cristo aparece vinculada a la obra redentora. En la unidad de todos los
cristianos se aprecia la comunión de los santos, mantenida por la fe. El valor
de la tradición es claramente expuesto y defendido. La Eucaristía es el
misterio en el que “no tomamos el pan consagrado como un pan común, ni el cáliz
consagrado como bebida común, sino que sabemos que son el cuerpo y la sangre
del mismo Jesucristo, que se encarnó por nosotros". Es quizá el testimonio
más expresivo y terminante si se advierte que una confesión tan explícita no
podía resultar grata a los paganos ni a los judíos. El testimonio de San
Justino sobre la Eucaristía, como transustanciación del pan y del vino en
cuerpo y sangre de Cristo, revela la doctrina creída y defendida por todos los
cristianos a los que nuestro Santo sirve y expresa. Aunque sus Apologías sólo nos hubieran legado las
reuniones de los cristianos y la liturgia del sacramento, serían un documento
maravilloso. Y aunque el Diálogo con
Trifón se hubiera reducido a los pasajes en los que desarrolla el
sacrificio de la misa, ya merecería la honra de todos los cristianos.
San
Justino presiente el martirio, porque sabe que los demonios acechan, y ha
podido comprobar cómo los enemigos de la fe son por naturaleza calumniadores.
Una descripción de las reuniones cristianas como la que San Justino había
escrito, y la exposición de la verdad eucarística, no podían menos que armar el
brazo de los amigos y confidentes del emperador Marco Aurelio. Ante la doctrina
expuesta por San Justino sobraban los testigos. El discípulo era tratado como
el maestro, una vez confesada la divinidad. La fecunda semilla del Verbo Divino
fecundó en sangre, que es una de las ramas en que maduran sus frutos cuando la
persecución arrecia.
No hubo
en la gracia del martirio de San Justino necesidad de purificación de errores
doctrinales, pues los que pueden atribuírsele se desvanecen si se atiende bien
al siglo en que vivió o se leen las páginas con benevolencia crítica. Que los
filósofos griegos bebieran o no aguas de inspiración en lecturas y tradiciones
del Antiguo Testamento no es asunto que inquiete demasiado al que lo asegure
con denuedo, sobre todo si la convicción esconde una toma de posición
subjetiva. Este convencimiento es el que permite al filósofo cristiano asegurar
que en Platón o en los estoicos se descubren resplandores anunciadores de
verdades más altas y sublimes. La concordia de verdades cristianas con
sentencias estoicas no supone una dependencia de los dogmas cristianos, sino
una proclamación, por diversos caminos, de la verdad divina. Es a las
sentencias estoicas a las que San Justino obliga a descubrir sentidos que no
pueden tener, no es a los dogmas cristianos a los que arrodillará ante la
adivinación estoica o platónica. El panteísmo de los estoicos es algo que no
cabe en la doctrina de San Justino. Todo aparece claro cuando leemos en San
Justino que la fe es un don de Dios que se conquista con la plegaria humilde, y
que es la oración la que nos descubre el significado y la inteligencia de las
Sagradas Escrituras.
El
apostolado seglar —seglar fue nuestro Santo— tiene en San Justino un buen
maestro. El santo patrono de los filósofos se presenta a su vez, y con los
mismos títulos, como el santo abogado de los creyentes humildes y sencillos.
Todo un símbolo para nuestra época.
(Fuente: Mercabá.org)