Bonifacio
o Winfrido es justamente designado como apóstol de Alemania, si bien es verdad
que ya antes de él otros misioneros habían predicado el Evangelio en diversas
regiones de este territorio, y a pesar de que algunas de estas regiones, como
Baviera y Turingia, constituían ya importantes núcleos de cristiandad. A él se
debe, en efecto, en primer lugar, el haber generalizado y sistematizado, mucho
más que los anteriores misioneros, la evangelización de la mayor parte de
Alemania, y, por otra parte, el haber organizado de una manera definitiva la
jerarquía de estos vastos territorios, procediendo en toda esta labor en
inteligencia con los Romanos Pontífices. Mas con todo este trabajo de
evangelización de Alemania y organización de sus iglesias no se agotó la
actividad de este grande apóstol. Esta comprende una segunda parte, a la que
suelen atender menos los historiadores, pero que tuvo extraordinaria
importancia en la vida de San Bonifacio. Es la regeneración y reorganización de
la Iglesia de los Francos, que se hallaba en gran decadencia. Así, pues, San
Bonifacio es apóstol de Alemania y reorganizador de la Iglesia franca.
Llamábase
Winfrido y nació hacia el año 680, según todas las probabilidades, en el
territorio de Wessex, de una familia profundamente cristiana. Contando sólo
cinco años, atraído por el ejemplo y las palabras de unos monjes, manifestó a
sus padres el deseo de seguirlos, y, después de vencer su persistente
oposición, pudo dirigirse a la escuela del monasterio de Exeter. Contaba
entonces sólo siete años y durante otros siete pudo poner los más sólidos
fundamentos a su formación humanística y sacerdotal. A los catorce se trasladó
al monasterio de Nursling, de la diócesis de Winchester, donde, ingresado en la
Orden, recorrió los estudios superiores del llamado Trivio y Cuatrivio, en los que salió tan aventajado que bien pronto
pudo ser allí mismo renombrado maestro. De ello nos dejó una excelente prueba
en una gramática latina que compuso en este tiempo.
Pero
mucho más que en los estudios profanos, que constituían la base de la formación
humanística y filosófica, se aventajó Winfrido en los eclesiásticos, que más
directamente debían servirle para los ideales apostólicos que ya entonces
acariciaba en su interior. Por esto consta que estudió de un modo especial la
Sagrada Escritura y la dogmática o teología, tal como entonces se proponía, al
mismo tiempo que realizaba los primeros ensayos de predicación entre la gente
humilde y sencilla del pueblo. Todo esto, unido a un espíritu profundamente
religioso, a la práctica de todas las virtudes monásticas y a un abrasado amor
de Dios y del prójimo, le prepararon convenientemente para la grande obra a que
Dios lo destinaba.
Precisamente
entonces eran frecuentes las salidas de Inglaterra de monjes misioneros, que
partían para el centro y norte de Europa, donde se entregaban con toda su alma
a la evangelización de aquellos territorios, todavía paganos. Hallábase
entonces en la región de Frisia (la actual Holanda) el gran apóstol San
Willibrordo, y continuamente llegaban a los monasterios de Inglaterra e Irlanda
voces en demanda de nuevos misioneros. Winfrido, pues, que se hallaba a la
sazón en la plenitud de su vida, se sintió llamado por Dios a este inmenso
campo de apostolado, y, después de obtener, tras largas luchas, el permiso de
su abad, partió para el Continente, junto con otros dos compañeros, el año 716.
Más no
había llegado todavía la hora de Dios. La situación del norte de Europa era
insegura, por lo cual Winfrido se convenció de que su labor apostólica sería
inútil. Así, pues, volvióse a su monasterio de Nursling, donde, a la muerte del
abad Wimbert, trataron los monjes de elegirlo a él. No sin mucho esfuerzo
consiguió, al fin, verse libre de esta dignidad, pues su única obsesión era
volver al Continente para entregarse de lleno a su evangelización. Convencido,
pues, de que, para dar verdadera eficacia a su labor, era necesario recibir una
comisión directa del Papa, se dirigió el año 718 a Roma.
Era el
primer viaje que hacía a la Ciudad Eterna. El papa San Gregorio II le recibió
con muestras de extraordinaria satisfacción, le cambió su nombre de Winfrido
por el de Bonifacio; lo instruyó ampliamente sobre el modo de introducir en los
pueblos germanos la doctrina cristiana, la liturgia y administración romana, y
en la primavera de 719 le dio una comisión especial para los pueblos del centro
de Europa.
Atravesando,
pues, Bonifacio la Baviera y el centro de Alemania se dirigió a Frisia, donde providencialmente
había muerto su rey Radbod, y su sucesor, unido con los francos, se mostraba
favorable a la predicación del Evangelio. Allí, pues, al lado del veterano
apóstol San Willibrordo, pasó el novel misionero Bonifacio tres años. Este
aprendizaje fue de grandísima utilidad para él. Sin embargo, resistiendo a las
instancias de San Willibrordo, quien, ya anciano, deseaba nombrarle sucesor
suyo, y siguiendo las instrucciones del Papa, se dirigió a Hesse, donde inició
su primera gran campaña de predicación. En este tiempo se le juntó uno de sus
más fieles colaboradores, llamado Gregorio. Para dar más firmeza y regularidad
al trabajo misionero estableció pronto su primer monasterio en Amöneburg. El
resultado de sus primeros trabajos fueron millares de conversiones y el
establecimiento de numerosas cristiandades.
Ante las
primeras noticias de los éxitos obtenidos el Papa le llamó a Roma, donde, bien
informado de su espíritu y de sus métodos de predicación, así como también de
los nuevos campos que se abrían al Evangelio, le consagró obispo el 30 de
noviembre, fiesta de San Andrés, del año 722. A esta dignidad, que tanto
ascendiente debía dar a Bonifacio, añadió el Papa una carta especial para
Carlos Martel, con el objeto de que obtuviera de éste su apoyo oficial para tan
importante empresa, y asimismo gran cantidad de reliquias, el Código oficial canónico y otras cosas
que contribuían a dar mayor autoridad al misionero.
Armado,
pues, Bonifacio de su nueva autoridad episcopal y de todas estas nuevas armas,se
dirigió a Carlos Martel, quien, a la vista de la carta pontificia, puso al
servicio del misionero todo el apoyo de su poder. En esta forma entró de nuevo
Bonifacio en Alemania y se dispuso a continuar la obra comenzada en Hesse. Para
ello realizó entonces una de las más sublimes hazañas de su vida misionera, con
el objeto de deshacer la superstición pagana, que constituía el principal
obstáculo del Evangelio. Efectivamente, en un día señalado con anticipación,
para hacer presencia de gran multitud de paganos, dio con sus propias manos
algunos golpes de hacha y luego hizo derribar la encina sagrada de Geismar, a
la que los gentiles profesaban gran veneración. Al ver, pues, los paganos que
sus dioses no hacían nada para vengar aquel ultraje, reconocieron su impotencia,
y a partir de este hecho se mostraron mejor dispuestos para recibir el
Evangelio. Con la madera de aquella encina hizo Bonifacio construir una iglesia
dedicada a San Pedro, y a corta distancia de ella levantó el monasterio de
Fritzlar, que fue en adelante uno de los puntos de apoyo de su obra misionera.
Puesta ya
en marcha la misión de Hesse, el año 725 pasó a Turingia, donde ya
anteriormente había sido introducido, pero no había arraigado el cristianismo,
y allí continuó desarrollando su actividad apostólica. En todas partes
encontraba al pueblo dispuesto a escuchar la palabra de Dios. Lo único que
faltaba eran misioneros. Por esto insistió constantemente a los monasterios
ingleses en demanda de nuevas fuerzas, y, en efecto, fueron llegando muchos
monjes misioneros durante los años siguientes. Bien pronto fundó en Turingia,
cerca de Gotha, el monasterio de Ordruf, que fue su base de operaciones en
aquel territorio. Entre los nuevos misioneros son dignos de mención San Lull,
que fue el sucesor de San Bonifacio en la sede de Maguncia, y San Esteban, su
futuro compañero de martirio. Llegaron asimismo religiosas, que iniciaron la
rama femenina del monacato en Turingia y Hesse. Entre ellas se distinguieron
Santa Tecla, Santa Walburga y sobre todo la prima del mismo San Bonifacio,
Santa Lioba.
Cerca de
diez años hacía que trabajaba en estas regiones de Hesse y Turingia, alentado
siempre por San Gregorio II, cuando este gran Papa murió en 731. Su sucesor,
San Gregorio III (731-741), conociendo perfectamente el celo y la santidad de
San Bonifacio, le envió en 732 el palio arzobispal, constituyéndole
metropolitano de toda la Alemania al otro lado del Rhin, a lo que añadía una
amplia facultad para fundar nuevos obispados en todos aquellos territorios.
Algunos
años más tarde, en 737, hizo su tercer viaje a Roma, con el objeto de tratar
detenidamente con el Romano Pontífice sobre la organización definitiva de las
iglesias germanas. Entonces recibió de Gregorio III el nombramiento de legado
apostólico con poder general sobre todos aquellos territorios, y en
Montecassino obtuvo uno de sus mejores auxiliares, al monje San Willibald, y
otros misioneros. Con estos nuevos poderes y nuevos auxiliares se dirigió, ante
todo, a Baviera, cuyas cristiandades reorganizó e introdujo una plena jerarquía
con los obispados de Salzburgo, Ratisbona, Freising, Passau y otros.
Una vez
organizada la iglesia de Baviera, volvió a su campo de operaciones de Hesse y
Turingia, donde creó los obispados de Erfurt para Turingia, Buraburg para Hesse
y Wurzburgo para Franconia; algo más tarde organizó el obispado de Eichstätt.
El año 741, mientras realizaba esta obra fundamental de estabilización de
aquellas iglesias, fundó la abadía de Fulda, tan célebre en lo sucesivo, y
donde debían luego descansar sus restos mortales.
Este
mismo año 741 entró San Bonifacio en un nuevo campo de su actividad, al que tal
vez han prestado menos atención los historiadores, y que da una idea completa
de la magnitud de la obra apostólica de San Bonifacio. En efecto, su encendido
amor de Dios y su celo por las almas no se contentaron con la evangelización y
organización de las iglesias germanas, sino que realizó también una completa
regeneración y reorganización de la Iglesia en Francia. Esta se encontraba, en
efecto, en un estado de general decadencia. Muerto el año 741 Carlos Martel, su
hijo Carlomán heredó los territorios orientales de Austrasia y Pipino los
occidentales de Neustria. Entonces, pues, el piadoso Carlomán, que conocía
perfectamente el celo apostólico de San Bonifacio, le invitó para que acudiera
a sus dominios con el fin de reformar la disciplina eclesiástica. Aceptó
Bonifacio la invitación y comenzó al punto su tarea. Esta se dirigió
principalmente a los elementos eclesiásticos, los clérigos, obispos y monasterios.
Mas, para dar más eficacia a su acción reformadora, apoyada siempre por
Carlomán y más tarde por Pipino, celebró una serie de concilios, célebres en la
historia de la Iglesia de Francia.
El
primero tuvo lugar en Austrasia en 742. Es el primer concilio germánico. Del resultado que con él obtuvo San Bonifacio
puede juzgarse por las disposiciones reformadoras que se tomaron. Se atacó a la
raíz del mal, ordenando la devolución de los bienes eclesiásticos. Se urgió el
derecho de los obispos y se dieron severas disposiciones contra los vicios de
simonía e incontinencia del clero. Todas estas disposiciones fueron luego
proclamadas como leyes del Estado. En 743 se celebraron otros dos sínodos en
Austrasia. El año siguiente solicitó también Pipino la intervención de San
Bonifacio en los territorios de Neustria, donde se celebraron dos sínodos y se
introdujeron todas las normas reformadoras de Austrasia. El año 745 se pudo
celebrar ya un concilio general para ambos territorios. El resultado fue a
todas luces visible. A los cinco años de labor de San Bonifacio la Iglesia
franca quedaba completamente regenerada.
El
concilio general germano del año 747 fue la mejor confirmación de los
resultados obtenidos por la grandiosa obra de San Bonifacio. En él todo el
episcopado franco firmó la llamada Carta
de la verdadera profesión de fe y de la unidad católica y la mandaron a
Roma. De este modo toda la Germania y toda Francia quedaban, por la obra de San
Bonifacio, íntimamente unidas con Roma.
Pero esto
mismo señala otro punto culminante de la vida de San Bonifacio. Hasta este
tiempo poseía una comisión general para todos aquellos territorios. El nuevo
papa Zacarías juzgó llegado el tiempo de nombrar a San Bonifacio arzobispo de
Maguncia, constituyendo esta sede como primada de Alemania y Francia. De este
modo se completaba la unidad de la obra de San Bonifacio. Apenas realizado
esto, perdió el mismo año 747 a su principal apoyo, Carlomán, quien se retiró a
un monasterio. Pero su hermano Pipino el Breve, que unió entonces toda Francia,
continuó prestándole el mismo apoyo. La obra de Bonifacio continuó, pues,
produciendo los más sazonados frutos, no obstante los disturbios promovidos por
algunos caracteres turbulentos.
Pero,
entretanto, San Bonifacio, ya de avanzada edad, obtuvo el nombramiento de su
discípulo y colaborador Lull como sucesor suyo en la sede de Maguncia. Pero su
ardiente espíritu misionero no encontraba mejor descanso que el campo de sus
primeros trabajos apostólicos. Se dirigió, entonces, a la región de Frisia,
donde con aliento juvenil se entregó de lleno al trabajo misionero entre los
gentiles, todavía numerosos en aquel territorio. Los primeros éxitos de esta
nueva y última campaña del veterano apóstol le rejuvenecieron
extraordinariamente. Sentíase allí como en su propio elemento. Organizaron las
cosas para celebrar una confirmación en el campo de Dokkum; y el 5 de junio de
754, cuando esperaba a los nuevos cristianos para administrarles este
sacramento, cayeron sobre él unos gentiles fanáticos y le martirizaron junto
con cincuenta y dos compañeros. Enterrado primero en Utrecht, más tarde fue
trasladado a Maguncia y luego a Fulda.
Con
justicia se le ha dado el título de apóstol de Alemania en el más amplio
sentido de la palabra. San Bonifacio es uno de los más excelentes ejemplos de
los grandes misioneros de la Iglesia católica de todos los tiempos. Su
encendido amor de Dios y de las almas le comunicó la fuerza necesaria para
vencer las mayores dificultades y trabajar hasta derramar su sangre por la fe
que predicaba. El resultado de su obra apostólica, verdaderamente admirable, se
extendió a toda Alemania y a Francia.