Nació este varón de Dios el 20 de mayo de 1789, en la aldea de Rosey, de
la parroquia de Marlhes, departamento de Loira, diócesis, desde 1801, de Lyon.
Fueron sus padres Juan Bautista Champagnat y María Chirat; este matrimonio tuvo
diez hijos. El padre era hombre recto, bastante instruido, de buen juicio y muy
estimado en la comarca; sus convecinos acudían a él para que dirimiera sus
diferencias. El aprecio de que gozaba y su relativa buena hacienda le
merecieron el nombramiento de jefe del municipio de Marlhes; mantuvo el cargo
con rectitud inflexible y protegió decididamente a la Iglesia, por lo cual fue
juzgado desafecto a la Revolución, sometido a procesos y vejado con pérdidas
cuantiosas.
La madre era muy piadosa, devota ferviente de la Santísima Virgen,
solícita con sus hijos, excelente ama de casa y consejera a la que acudían a su
vez vecinas y amigas. Llegada la noche rezaba en familia el rosario con las
últimas oraciones y daba lectura a Las
vidas de los santos. María
Chirat ofreció su hijo a la Virgen, y se dispuso a esmerarse en la educación de
Marcelino.
El ambiente familiar era propicio por demás para la adecuada formación
del alma de nuestro Beato. Tenía la madre un hermano llamado Marcelino, piadoso
como ella, y que, alborozado y diligente, apadrinó en la pila a su sobrino y le
impuso los nombres de Marcelino, José y Benito. En la misma casa vivía
refugiada la tía Rosa, hermana de su padre, expulsada por el Terror de su
convento; esta santa mujer ayudó a la madre en la educación cristiana de
Marcelino; le hablaba de Dios, de María, de los ángeles custodios y de los
estragos de la Revolución. Las instrucciones, consejos y ejemplos de la
edificante tía calaron hondo en el alma de Champagnat, como más tarde lo
reconocía y comentaba agradecido.
Frutos del cristianismo práctico de aquel hogar fueron, entre otros, el
bautismo sin dilación de Marcelino, al día siguiente de nacer, fiesta de la
Ascensión; la preparación esmerada de Marcelino a la comunión primera, que
recibió a los once años en la primavera de 1800; la mayor frecuencia en
comulgar, ya en la casa, ya en el seminario, de lo entonces en uso y que hubo
que conceder a Marcelino, y la consagración a Dios de otros hermanos que
siguieron el ejemplo de nuestro Beato,
Rosey era un lugarejo situado en la zona elevada y montañosa del
sudoeste de Lyon, región agreste de los montes Pilat, donde aún se guardaban
costumbres patriarcales; la vida de los Champagnat-Chirat la constituían los
deberes religiosos, la atención a los hijos, el cuidado de una granja-molino,
la ganadería, la agricultura, en ocasiones la albañilería, la carpintería y el
oficio de herrero, y siempre una sobria y prudente administración en la que
eran expertos los padres; en todas estas prácticas iba iniciando a sus hijos
Juan Bautista, y de todas ellas sacó Marcelino buen provecho para sus empresas
posteriores.
Esta fue cortada al talle de la de Nazaret, la primera acreditada
escuela cristiana de Marcelino, en, la que aventajó mucho y mereció promoción a
más altos destinos.
La Revolución había maltrecho la Iglesia en Francia; era arzobispo de
Lyon el insigne y piadoso cardenal Fesch, tío de Napoleón Bonaparte, quien
decidió restaurar la vida cristiana en su diócesis y empezó por restablecer y
poblar los seminarios; mandó que su vicario general enviase sacerdotes
emisarios que hallaran jóvenes aptos para el sacerdocio; el párroco de Marlhes
enderezó los pasos del visitante que le correspondió hacia la granja de los
Champagnat; no eran llamados por Dios los hermanos mayores de Marcelino, pero
éste, que, por muerte del último hijo, había quedado el benjamín, si bien
perplejo al pronto, reaccionó en seguida con decisión y aceptó la vocación
divina en la que jamás vaciló a pesar de las dificultades muy grandes que tuvo
que vencer. La escuela de Cristo en la granja de Rosey había dado su floración
esplendente: un sacerdote.
Y pasó Marcelino a la escuela superior de la formación de su alma, el
seminario. En octubre de 1805 ingresó en el Seminario Menor de Verriéres, y en
él acreció la piedad, ejercitó la fortaleza, aprovechó las humillaciones, fue
dechado de paciencia y regularidad y ganó el afecto de sus colegas, el aprecio
de sus superiores y maestros y el nombramiento de prefecto de disciplina
durante las noches, de las que se sirvió para el estudio, realizando una
evolución que sorprendió a profesores y condiscípulos y acortó los cursos de su
carrera.
En octubre de 1813 ingresó en el Seminario Conciliar de Lyon. La divina
gracia le condujo a perfección más alta; escogió por virtud predilecta la
humildad, con la que su santidad resultó hondamente cimentada; gozó en los
estudios que le hablaban de Dios; formó parte de un grupo de doce seminaristas
resueltos a emplear sus vidas en la restauración cristiana del mundo, por medio
de la devoción y culto de María, el apostolado de las misiones y del catecismo,
y de su ejemplo; comunicaron sus planes al rector del seminario, subieron con
él al santuario de Fouirviére y se consagraron a María; de aquel cenáculo
mariano salieron más tarde los padres y los hermanos Maristas, y, entre
aquellas almas selectas había un santo, el Cura de Ars; un beato, Marcelino,
Champagnat, y un venerable, Juan Claudio Colin, fundador y primer general de la
Sociedad de María.
El 22 de julio de 1816 fue ordenado sacerdote en la metropolitana
iglesia de Lyon, cuando pasaba poco de los veintisiete años de edad; muy luego
subió otra vez a Fourviere y ofreció a María su sacerdocio. Fue nombrado
coadjutor de la Valla, pueblo situado en las estribaciones del Pilat, con
extensa feligresía diseminada entre montes y comunicada por pésimos caminos; al
llegar Marcelino a la vista de la torre de la iglesia de su cargo se arrodilló
y, con oración sentida, se dispuso a emprender la etapa de ejercitación heroica
de virtudes apostólicas con las que iba a consumar su perfección.
Fue el consuelo del anciano párroco, que le reputó irreprensible;
levantó el caído esplendor de su iglesia; cuidó de que ningún enfermo muriera
sin sacramentos, sin reparar en la hora, en el rigor de las estaciones, en el
cansancio o el desfallecimiento por tiempo transcurrido sin alimento para poder
comulgar, ni en la distancia y mal camino. Predicaba con unción; y las notas
conservadas de sus sermones y avisos de buen gobierno requieren talento y densa
cultura eclesiástica. Se ganó la confianza de los jóvenes, de los ancianos,
enfermos y de todos sus feligreses. Acabó con el vicio de la embriaguez, con
las fiestas mundanas y las malas lecturas: un día entero se alimentó su hogar
con libros esparcidos por la Revolución; fundó una biblioteca y regaló lecturas
con prodigalidad. Se granjeó el corazón de los niños, a los que tanto gustó su
catequesis que vez hubo en que, engañados por la luna, creyeron que amanecía y
los hubo de recoger en la iglesia antes de salir el sol; sus lecciones de
catequista eran recordadas treinta años después con agrado por los mayores que
le oyeron. La transformación de la Valla fue completa y su buen suceso recuerda
el cabal éxito apostólico de su condiscípulo Juan María Vianney.
Y, así preparado por Dios, surgió el fundador que nos presentan sus
hijos, los hermanos maristas, como muy joven fundador de la Iglesia, pues
contaba algo más de veintisiete años al fundar, y moría a los cincuenta y un
años de edad; nos lo describen los maristas diciendo: Fue de elevada estatura,
robusto y bien constituido: de carácter enérgico y dulce a la vez. Hombre alto
en su aspecto físico y hombre gigante en la virtud ...”.
En los coloquios apostólicos marianos decía Marcelino a sus compañeros
que necesitaban hermanos que ayudaran a los sacerdotes misioneros y enseñaran
el catecismo; insistió reiteradamente en su idea, y sus amigos, al fin, le
dijeron que, pues era idea suya, se encargara él de su ejecución; pero tuvo
además Marcelino la ratificación del cielo para la empresa de fundación; dice
un marista: “... tuvo la personal inspiración de fundar un Instituto de
hermanos..., la recibió el año 1816, en una de sus frecuentes visitas al
santuario de Nuestra Señora de Fourviére, en Lyon"; una placa de bronce
recuerda en el santuario este suceso. Pero el momento escogido por Dios para
lanzar a Marcelino a su obra fue a fines de octubre de 1816, cuando fue
requerido para asistir en su muerte a un adolescente llamado Francisco
Montaigne, que expiraba en total desconocimiento de los rudimentos de la
doctrina cristiana; Marcelino, lleno de amor y de celo, le instruyó y dispuso a
morir como un ángel, y se retiró con el tiempo justo para haber salvado un
alma. Champagnat se conmovió y, meditando en el ingente número de niños y
adolescentes que se hallarían en el mismo caso que Montaigne, resolvió proceder
a la fundación de sus hermanos.
El Instituto comenzó el 2 de enero de 1817; la primera casa fue, por su
pobreza, un auténtico portal de Belén. Animado Marcelino por sus superiores
eclesiásticos y probado con la cruz de la adversidad, solicitados sus hermanos
por los párrocos que le pedían escuelas, acometió las obras de su Casa en el
valle que desciende de La Valla a Saint-Chamond, a las orillas del Gier. El día
de la Asunción de 1825 fue bendecida esta Casa, que él denominó Nuestra Señora
del Hermitage. Allí murió Marcelino el 6 de junio de 1840, sábado, día de la
semana en que deseaba morir, a la hora del amanecer, en que sus hijos, por su
mandato, cantan la salve. En el Hermitage dictó su testamento al hermano Luis
María y lo hizo leer a sus hijos a su presencia antes de expirar; es modelo de
santidad y muestra de talento y buen gobierno; recomienda la obediencia, la
caridad, delicada hasta con todos los demás Institutos; la sencillez, la
perseverancia marista como prenda de salvación, el oficio de ángeles custodios
con los niños y el amor a María, primera Superiora del Instituto. Al morir dejaba
Marcelino en Francia 280 hermanos, con 40 Casas.
La pedagogía marista tiene características propias, aprovechamiento de
progresos que halló reconocidos, enmienda de fracasos frecuentes en la
enseñanza y aciertos de orientación en bien de la Iglesia. Es Instituto
dedicado a Dios por el apostolado exclusivo de la enseñanza; muy adicto a la
jerarquía eclesiástica; amigo del clero secular desde su comienzo y a lo largo
de su historia: el caso del párroco de Saint Chamond, señor Dervieux, ayudando
generosamente al fundador en un momento difícil de su incipiente obra, era el
preludio de una mutua cooperación entre hermanos y sacerdotes que había de ser
nota distintiva de los maristas.
Marcelino padeció un maestro que no supo discernir un retraso mental por
falta del cultivo del alma de una inteligencia escasa; no quiso pisar más en
una escuela en la que vio maltratar a un niño, y lloró siempre la exasperación
y desvío de la Iglesia de un niño al que motejó un sacerdote en la catequesis
con tan desgraciada fortuna que los condiscípulos le abochornaban con el apodo
molesto. Prohibió para siempre los remoquetes en sus casas; desterró de sus
aulas los castigos aflictivos; para estímulo de instrucción y educación se
sirvió del canto en la escuela; aprovechó el método simultáneo de enseñanza
establecido por Juan Bautista de la Salle; introdujo el uso docente de las
consonantes seguidas de vocal, práctica muy suya que se generalizó enseguida en
Francia y ha pasado a la pedagogía universal; fue precursor de la escuela activa
por la participación de los alumnos de su propia formación; entre los maristas
ha habido en este último aspecto aventajados seguidores de Champagnat...;
inculcó en sus hijos el cultivo de la intuición; un día explicaba con una
manzana la forma de la tierra y la existencia de infieles en apartadas
regiones; un niño que le oía con interés fue más tarde monseñor Epalle,
misionero de Oceanía y mártir en las islas Salomón. Así quería Champagnat a sus
hijos, los hermanos maristas, catequistas perfectos, y para esto les manda: una
hora diaria de estudio religioso y que enseñen el catecismo cada día en sus
clases y en la primera hora de lección del día...
Pero la quintaesencia de la pedagogía marista es la devoción, culto y
amor a María; el lema del Instituto es el de Marcelino: Todo a Jesús por María y todo a María para Jesús; a María llamaba y
tenía el fundador por su recurso, ordinario; encarga a sus hijos que den culto
brillante al mes de María; decía así Champagnat: "En el Instituto todo
pertenece a María; bienes y personas; todo debe emplearse a su gloria;
amarla..., inculcar su devoción a los niños... como medio de servir fielmente a
Jesucristo... es el fin y el espíritu de la Congregación."
Así se ha podido publicar en la beatificación de Champagnat, 29 de mayo
de 1955, que en poco más de un siglo este Instituto ha llegado a 8.500 hermanos
con 5.500 formandos o novicios, de 700 colegios en 52 países y más de 250.000
alumnos.
(Fuente: Mercabá.org)
(Fuente: Mercabá.org)