San Medardo es un santo merovingio. Un
santo de aquella Francia recién convertida al catolicismo por obra del obispo
San Remigio, que hizo bautizar en Reims a Clodoveo, bárbaro sicambro.
San Remigio conocía bien a su regio
catecúmeno, y, después de prepararle concienzudamente cuanto daba de si la
rudeza del belicoso monarca, organizó toda una fiesta en la catedral de Reims.
La oportunidad lo demandaba. Tapices, colgaduras, cruces gemadas, lámparas en
los intercolumnios, reflejos dorados de los mosaicos, melodías de clérigos y
chantres, aclamaciones de los fieles.
Clodoveo se sintió conmovido,
transportado. Hombre de guerras y torneos, no conocía las bellezas del culto
cristiano.
—Padre —exclamó al penetrar en la
basílica deslumbrante—, ¿es esto el cielo de que me tenéis hablado?
—No, hijo —respondió el obispo—, esto
es solamente la antesala del cielo.
Esta anécdota nos sirve muy bien para
introducirnos en la vida de un santo merovingio. Con aquellos pueblos francos,
regidos por Meroveo, que habían estado al servicio de la Roma imperial, a la
cual prestaron buena ayuda en la derrota de Atila el año 451, había que proceder
así, con suavidad y energía, como con niños grandes, deslumbrándoles con algo
que ellos no poseían: tradición y cultura.
Al desaparecer el Imperio de
Occidente el rey Childerico comienza a construir el reino franco, aunque el
verdadero creador de aquella nacionalidad es Clodoveo, que da a su pueblo la
unidad de territorio y de religión.
Por la batalla de Tolbiac (496) vence
a los francos ripuarios y a los alamanos, y posteriormente abraza la religión
católica por influencia de su esposa, la princesa borgoñona Clotilde, y del
obispo San Remigio.
Por otra batalla, la de Vouillé
(507), se apodera de los dominios visigóticos, eficazmente apoyado por el clero,
que veía con agrado la expulsión de los arrianos de las Galias. Posteriormente,
y aplicando toda clase de procedimientos, logró adueñarse de todos los dominios
de los demás pueblos francos del Rhin y Cambray.
Clodoveo era un gran político y un
gran militar, que recurría a todos los medios para consolidar su poder. La frase
que San Remigio pronunciara, al tiempo de administrarle el bautismo: "Adora,
sicambro, lo que has quemado, y quema lo que hasta ahora has adorado", la
entendió siempre a medias, o, mejor, según le convenía. Su talento político iba
por encima de su conciencia, y por eso su reinado, abundante en aciertos de
primer orden, lo es también en violencias y desmanes.
Pues en este clima crece San Medardo.
Sería ya un adolescente cuando ocurrió la muerte de Clodoveo el año 511, en que
su reino fue dividido entre sus cuatro hijos: Tbierry, Clodomiro, Childeberto y
Clotario, reino que no volvería a reunirse hasta muchos años después, en 558, en
manos de Clotario, cuando a San Medardo sólo le restaban dos años de
vida.
Los reyes francos tenían, como los
restantes monarcas bárbaros, psicología de ricos nuevos. Todo les venía ancho,
en especial el derecho y el respeto hacia los otros. Aquella mesura de los
romanos, que con las legiones llevaban las formas jurídicas y la ordenación
social, no la poseían los bárbaros pueblos de la selva, gentes en estado tribal.
Fueron los monjes y los obispos quienes penosamente hubieron de educarlos en la
moderación y el uso ponderado de la fuerza. Y —¡oh maravilla!— el caballero, el
hombre que pone su espada al servicio de las más nobles empresas teniendo por
norma el honor, es un producto del feudalismo cristianizado. La Edad Media sería
el equilibrio entre religión y poder.
San Medardo nació en Salency. Su
padre, Néctor, pertenecía a una gran familia franca, y su madre, Protagia, era
galorromana. Buena fusión para un santo que habría de influir poderosamente en
su pueblo.
De su padre heredaría la fortaleza,
la decisión e incluso el prestigio para que nadie le tornara por sospechoso. De
su madre mamaría la delicadeza, las finas maneras, el gusto depurado.
Naturalmente, con una madre así había
que pensar en una educación esmerada para el hijo; pero seguramente que también
el padre apoyaría. Los padres quieren vengarse de su ignorancia dando carrera a
sus hijos, sobre todo si ellos prosperaron simplemente por audacia y
fortuna.
San Medardo estudió en Augusta
Veromanduorum. Esta población del norte de Francia, cerca ya de la actual
Bélgica, corresponde hoy a una ciudad que tiene para los españoles recuerdos
imperiales y nos valió El Escorial: Saint Quentin.
Allí estudiaría en la escuela
episcopal y adelantaría en los estudios; pero más en la virtud.
Tratándose de un santo, y de un santo
merovingio, esto es de todo punto imprescindible. No es que estuviera
predestinado a la santidad; el joven escolar pondría grandes esfuerzos,
derrocharía todo su empeño en los estudios, pero no menos en superarse en el
bien.
Desde luego, está probado por los
biógrafos primitivos el sentido limosnero del joven Medardo. Compartía con los
estudiantes más pobres su comida, socorría largamente a los menesterosos, y en
una ocasión dio un caballo a un pobre peregrino a quien los ladrones habían
dejado a pie, robándole su cabalgadura. Cuando su padre notó la falta en la
caballeriza, se admiraría ante el suceso y presentiría que su hijo, si algún día
alcanzaba fama, no sería como guerrero, sino como clérigo.
Efectivamente, el obispo de su
diócesis le promovió a las órdenes sagradas, y ascendiendo por los grados de la
jerarquía llegó al sacerdocio.
Por entonces debió volver a Salency
para hacerse administrador de las propiedades paternas en beneficio de los
pobres, aunque no de los ladrones.
Una de las cosas que debían aprender
los francos, acostumbrados a la ley de la selva, era el respeto a la
propiedad.
Parece que San Medardo tuvo en parte
esta misión. Pero el Santo no necesitaba llevar a los rateros a los tribunales
civiles. Resolvía él mismo, con milagros y caridad, los casos.
Tres anécdotas, como de Flos sanctorum, han llegado hasta
nosotros, y ungidas, además, con su propia moraleja, como los apólogos
orientales.
El Santo tenía una viña junto a su
casa. Eran los comienzos del otoño cuando un sol en declive va dando toques de
oro a los racimos de las cepas. Una noche los ladrones asaltaron la heredad.
Llenaron sus capachos y pretendieron huir con el objeto de su depredación. Todo
fue inútil; no encontraban la salida de la finca. A la mañana siguiente la
aurora y San Medardo, que salía al predio para cantar Ios salmos de su oficio,
encontraron a los rateros. El Santo no tuvo reproche alguno para los infelices.
Tal vez, con un dejo de ironía, pudo decirles:
—¿Veis? El pecado ciega. ¡Con lo
fácil que era dar con la puerta! Podéis marchar, y que os aproveche vuestra
vendimia.
Otro día fue un ladrón goloso que
asaltó las colmenas de la casa parroquial. Pero tan apurado se vio de las abejas
que le picaban implacables, que tuvo que solicitar socorro del Santo.
—Mira, lo mismo ocurre con el pecado.
Sus comienzos son dulces, pero las consecuencias tienen veneno y picor de
abejas.
Por último, el caso más gracioso y
educativo fue el de la vaca.
San Medardo tenía una vaquita. Debía
de ser preciosa, como cuidada por un Santo. Y daba mucha leche.
El Santo soltaba su vaquita al prado,
y para saber si se alejaba, para conocer sus correrías, San Medardo puso una
esquila a su vaca.
La becerra pacía aquí y allí, bajaba
hasta la ribera del río, se metía entre los juncos y espadañas de la orilla. El
Santo oía la cencerra, escuchaba su sonido, y sabía las andanzas de su vaca. Si
alguna vez el animalito se extraviaba demasiado, San Medardo lanzaba un silbido
profundo y la vaca volvía a la querencia del establo. El Santo la ordeñaba, la
apiensaba, y hasta el día siguiente.
Pero un día la vaca se alejó. Al
principio San Medardo oía el cencerro de su vaca. Después sólo muy lejanamente,
por último, nada, ni un eco.
San Medardo silbó a su vaca,
esperando hallar la respuesta de su esquilita; pero la vaca no contestaba,
porque un ladrón la había robado.
San Medardo se acostó triste aquella
noche, sin tomarse su cuenco habitual de leche espumante.
Pero a la mañana siguiente se
presentó el ladrón solo, por su voluntad, sin que nadie le obligara.
Mejor dicho, venía obligado por la
esquila de la vaca.
Cuando la robó, para que no sonara,
le quitó el cencerro, y lo escondió en sus alforjas; pero el cencerro sonaba,
sonaba y sonaba.
Después lo enterró en el suelo, y el
cencerro seguía sonando.
Por fin en su casa lo atascó con paja
y lo escondió entre el heno. Mas el cencerro no dejaba de sonar. Aquella noche
el hombre no pudo pegar el ojo, oyendo incesantemente la esquila de la vaca de
San Medardo.
Cuando a la mañana siguiente le
explicó al Santo lo ocurrido, le respondió éste:
—Hijo, eso es la esquila de tu
conciencia. El remordimiento no te ha dejado dormir. Es la consecuencia de todo
pecado.
Estos hechos y aún otros más
portentosos debieron hacer subir el crédito de santidad de Medardo. Y nada puede
extrañar que fuera elegido obispo a la muerte de Alomer, que regía la sede de
Vermandois. Parece ser que fue consagrado por el propio San Remigio, y para
poder seguir atendiendo a sus posesiones familiares, y para enseñar costumbres
cívicas a sus cristianos, recién salidos de la idolatría, o, como quieren otros
biógrafos más dudosos, porque Noyon ofreciera mejores condiciones de defensa en
aquellos tiempos calamitosos de invasiones y guerra, trasladó a esta ciudad la
sede episcopal.
Aquí comenzaría su lucha enérgica y
suave centra los restos de paganismo que se resistía a cristianizarse, contra
las supersticiones, contra las duras costumbres, contra la ignorancia, contra la
rapiña y la haraganería, contra la intriga y el asesinato.
Oscura tarea que llevaron a cabo
aquellos obispos galos del siglo VI, que lograron cambiar la mentalidad de los
francos recién convertidos.
El prestigio de San Medardo aparece
en todo su esplendor cuando vemos a la reina Radegunda postrada a sus pies
pidiendo con humildad y energía el hábito de diaconisa.
Radegunda era esposa de Clotario, que
la había conseguido como botín el año 531, cuando las luchas intestinas de
Turingia permitieron a los reyes francos apoderarse de aquel reino. Los hijos de
Bertario, hijo del rey derrotado, Hermanfrido, cayeron prisioneros, y entre
ellos venía Radegunda, princesa que había recibido una educación refinada en la
corte de su tío. Clotario consiguió finalmente casarse con ella, dentro de la
legalidad, aunque venciendo la repugnancia natural de la derrotada.
Mucho debió de sufrir ésta al lado de
su regio consorte, quien no sabía percibir del cristianismo nada más que el
temor del infierno, y las noticias que la historia nos ha dejado de él nos lo
presentan como príncipe violento y lujurioso, aunque capaz de arrepentirse de
alguna mala decisión si se interponía el gesto enérgico de algún prelado. Así,
después de haber decidido apoderarse del tercio de las rentas de las iglesias,
renunció a su proyecto ante una simple protesta del obispo de Tours.
Radegunda supo conducir la corte de
Clotario dentro de una alta vida religiosa, sin descuidar un momento sus deberes
de soberana.
Mas, como dijimos, tenia ella un
hermano que había sido hecho prisionero en 531, cuando la destrucción de la
Turingia. En 555 esta región se sublevó contra Clotario, y éste hizo asesinar
brutalmente al hermano de la reina.
Radegunda pidió y obtuvo permiso de
abandonar la corte, y con su ascendiente moral obliga a San Medardo a que le
diera el velo de consagrada.
El Santo duda, no por miedo a la
cólera del rey o de los presentes que le advierten:
—Obispo, cuida mucho de no arrebatar
al rey su legitima esposa, la cual él desposó solemnemente.
Más bien temía ir contra los sagrados
cánones, que prohiben la separación de marido y mujer.
Mas, como Radegunda ya había obtenido
la autorización del rey, venció los últimos escrúpulos del santo prelado cuando
se presentó ante él revestida de los hábitos religiosos y le dijo:
—Si dudas de consagrarme, si tienes
miedo de un hombre más que de Dios, sabe, pastor, que él te pedirá cuenta del
alma de tus ovejas.
Estas palabras decidieron al buen
pastor, que impuso las manos a Radegunda, consagrándola diaconisa. Y no parece
que Clotario tomara a mal la conducta del Santo, a pesar de lamentar el haberse
quedado sin tan santa esposa. Esta marchó a Poitiers y fundó un monasterio, que
puso bajo la regla de San Cesáreo de Arlés, y donde Venancio Fortunato hacía
como de capellán y consejero del regio cenobio.
San Medardo murió poco después,
avanzado de edad y cargado de méritos, probablemente el año 560. Al siguiente
moría también Clotario, y otra vez la dinastía franca se hacía reino
cuatripartito en sus hijos.
El cuerpo de San Medardo fue llevado
muy pronto a Soissons, donde se levantó un célebre monasterio, comenzado por el
propio Clotario.
La fama taumatúrgica del Santo creció
tan rápidamente que al año podía escribir San Niceto de Tréveris que era
parangonable con la de San Martín de Tours, San Hilario de Poitiers y San
Remigio.
Los prisioneros liberados por su
intercesión acudían a su templo a dejar sus cadenas como exvotos. Al principio
del siglo X los monjes de Soissons, huyendo de los normandos, llevaron sus
reliquias de Dijon.
San Medardo es uno de los santos más
populares de la Francia de la Edad Media. No es raro que alrededor del mismo
hayan proliferado las leyendas. Dom Leclercq, en el Diccionario de Arqueología y Liturgia,
tiene un denso artículo sobre las “vidas" de este Santo. La que más fe hace es
la escrita el año 600 por un monje merovingio, y que se atribuyó durante muchos
siglos a Venancio Fortunato, pero que indudablemente no es suya.
Otra cosa curiosísima es la leyenda
que hace hermanos gemelos a San Medardo y San Gildardo, los cuales habrían sido
bautizados el mismo día, ordenados sacerdotes y consagrados obispos el mismo día
y habrían entrado igualmente en el cielo el mismo día. Un dístico medieval lo
dice en latín litúrgico:
Una dies natos utero viditque sacratos,
albis indutos et ab ista carric solutos.
albis indutos et ab ista carric solutos.
Pero esta leyenda absurda y sin
fundamento la refutó el mismo Mabillon en 1668, en carta al prior de San
Medardo, demostrando la imposibilidad de coincidencias cronológicas entre el
obispo de Noyon y San Gildardo, que es anterior a San Medardo.
San Gregorio de Tours nos dice que ya
en su tiempo se representaba a San Medardo con la boca entreabierta y enseñando
la dentadura, para significar de esta manera ingenua que era patrón contra los
dolores de muelas. Este gesto del Santo ha pasado a la paremiología francesa, en
que se dice: Ris qui est de saint Médard
—le coeur n'y prend pas grand part (En la risa de San Medardo el corazón no
toma mucha parte).
La abadía de San Medardo de Soissons
llegó a ser famosa y poseer pingües riquezas, jugando un papel importantísimo
bajo los reyes merovingios y carolingios.