miércoles, 23 de mayo de 2012

El Diácono Permanente: Identidad, Función y Prospectivas II


Seguimos con la publicación del trabajo preparado y presentado por S.E.R. Mons. Roberto O. Gonzalez Nieves OFM., Arzobispo de San Juan de Puerto Rico, cuya primera parte fué publicada ayer.


MINISTERIO DE LA PALABRA
El Episcopado y el Diaconado
El Concilio Vaticano II, al tratar del episcopado como cumbre del orden sagrado (y no sólo como su plenitud), lo coloca como centro de la vida de la Iglesia local. Los presbíteros y los diáconos son sus dos brazos con distintas funciones.
Durante la Oración Consecratoria de la Ordenación Episcopal, dos diáconos sostienen a los Santos Evangelios abiertos sobre la cabeza del ordenando. Terminada ésta y luego de haber ungido con el Santo Crisma la cabeza del nuevo Obispo, el consagrante principal toma el Evangelio, lo entrega al nuevo Obispo con estas palabras: " Recibe el Evangelio, y anuncia la palabra de Dios con deseo de enseñar y con toda paciencia" (Oración Consecratoria, Ordenación de Obispos, España).
El Espíritu Santo del cual el crisma es signo, es la fuerza vital que dinamiza la palabra del Evangelio que el nuevo Obispo va a predicar, porque, así como el Padre se manifiesta en este mundo por el Hijo, lo hace el poder de la vida divina, que es el Espíritu Santo. El nuevo Obispo, a quien Cristo ha llamado por su nombre, lleno del Espíritu Santo como los santos apóstoles en el día de Pentecostés, sigue sus huellas y sale a anunciar la Buena Nueva a un mundo moribundo que espera la palabra vivificadora.
Según el rito de la ordenación al diaconado, el primer aspecto del ministerio diaconal, es el ministerio de la palabra. Después de haber invocado sobre los ordenandos " el Espíritu Santo", continua el Obispo orando, "para que fortalecidos con tu gracia de los siete dones desempeñen con fidelidad su ministerio" (Oración Consecratoria, Ordenación de Diáconos, España). Una vez revestidos de estola y dalmática, reciben de manos del Obispo uno a uno, los Santos Evangelios, con estas palabras: "Recibe el Evangelio de Cristo del cual has sido constituido mensajero; convierte en fe viva lo que lees, y lo que has hecho fe viva enséñalo, y cumple aquello que has enseñado" (Ritual de Ordenes, España).
Es importante notar el paralelismo entre los dos ritos de ordenación, la episcopal y la diaconal, en lo que respecta a la entrega de los Evangelios. En ambas se confiere el Espíritu Santo para que inflame la predicación del Evangelio. No es esta una simple coincidencia. Aquí se muestra la unidad del sacramento apostólico. En las ordenaciones episcopales, presbiterales y diaconales de rito bizantino se utiliza el mismo (idéntico) texto consecratorio para las tres, haciendo las inserciones de las palabras "obispo", "presbítero" o "diácono" según aplique. Ya nos habíamos referido al misterio de la sacramentalidad del ministerio apostólico, cuyo punto de partida es la continuación de la misión de Cristo. El Obispo, sucesor de los apóstoles, tiene el oficio de anunciar el Evangelio. Los presbíteros comparten ese oficio con el Obispo. Pero los diáconos, quienes no reciben la ordenación al sacerdocio, en la ordenación diaconal reciben también como ministros de Cristo Siervo, el oficio de predicar el Evangelio y de anunciarlo en al asamblea. Es más, el diácono ha de convertirlo en fe viva, enseñarlo y cumplirlo.
Así como el episcopado es la plenitud del sacerdocio, también es la plenitud del diaconado. En días señalados, en la Eucaristía, el Obispo lleva dalmática debajo de la casulla, y en la Misa de la Cena del Señor hace el lavatorio de los pies en dalmática, como Cristo diácono.
La Palabra de Dios en boca del diácono
El ser humano, en el orden del crecimiento, en la evolución sicobiológica, al nacer, primero tiene que respirar para seguir viviendo. Más tarde, ha de estar vivo cuando piensa. Pero, para comunicar el pensamiento, es menester hablar y, para hablar tenemos que estar vivos y respirando. Sin el aliento vemos que no sólo no hay vida, si no que sin el aliento no hay habla: no se puede retener la respiración y hablar a la vez. La palabra o se pronuncia en el aliento o simplemente no se dice.
En el orden sacramental, la palabra se hace hombre en el Espíritu Santo. La Madre de Dios decimos que concibió "por obra y gracia" del Espíritu Santo. Ella pronunció el Fiat , ¡hágase!, el Fiat que, lleno del Espíritu Santo, anuncia la nueva creación. Concibió María tanto en la mente y en el corazón, como en su seno materno, porque el Espíritu Santo es la vitalidad misma, el Santo Inmortal, el aliento divino sin el que ninguna criatura puede llegar a existir, mucho menos a concebir la palabra de Dios en su mente y llevarla a la boca para predicarla con efectividad. En las alas del Espíritu va la Palabra extendiendo el Reino de Dios hasta que haga nuevas todas las cosas (Apoc.. 21, 5).
Cuando el Obispo ordenante procede a la tradición de instrumentos de la ordenación diaconal, hemos visto que resuenan las palabras "has sido constituido mensajero" del Evangelio de Cristo. El texto latino dice, Accipe Evangelium Christi, cuius præco effectus es... La palabra que aquí llama la atención es la palabra præco. (Conocemos el oficio del pregonero; El diácono por virtud de la ordenación se convierte en præco, pregonero, del Evangelio. El texto castellano lo traduce como "mensajero". El texto inglés lo traduce como "herald". La traducción inglesa es más feliz porque implica un cargo oficial de anunciar. Los apóstoles fueron enviados por Cristo que es la persona que envía y está representada por el mensajero: Shalíah en el Nuevo Testamento que significa que el enviado "re"-presenta al que le envía. El diácono participa de ese oficio.
El diácono, desde el momento de su ordenación ya recibe del Obispo sucesor de los apóstoles el mandato de anunciar el Evangelio. Esto conlleva un cambio en lo más profundo de su ser. En la persona del diácono el soplo del Espíritu Santo se une ahora a su aliento físico para que lo que predique y enseñe no sea mera voz humana. Desde ahora la prédica y enseñanza del diácono ha de ser voz de Cristo, Dios y hombre verdadero.
El modo propio de la actividad diaconal, en virtud del sacramento del orden, ya no es el modo propio laical, tampoco es el sacerdotal. Pero no deja de ser sagrado. Es el diaconal: servidor en Cristo-Siervo. Las palabras de su boca proclaman el Evangelio imbuidas en la gracia del sacramento. El aliento ya no sólo es el físico, es también el espiritual, que está renovando la faz de la tierra de una manera distinta y especial a través del diácono. (Cf. Sal. 51[50], 12-14 y Sal 104 [103], 30).
Formación
Desde el punto de vista meramente humano, para que el diácono sea instrumento en que resuene la palabra de Dios es necesario que reciba formación tanto espiritual como teológica y técnica: las artes de hablar en público, de predicar y de enseñar. Como catequista también debe conocer la Biblia, tal vez no como un profesor, pero sí para poder vivirla y aplicarla a los hechos del diario vivir de los fieles. Ciertamente el ministerio de la palabra lleva la implícita obligación de conocer el Evangelio, de proclamarlo, predicarlo, vivirlo y difundirlo.
El Espíritu de los siete dones que se confiere por la ordenación es el de la sabiduría e inteligencia, el de consejo y fortaleza, el de ciencia, el de piedad y del santo temor de Dios (Is. 11, 2-4). El Espíritu obra sobre la naturaleza humana. Por eso la formación es importante para que los dones encuentren terreno fértil en el diácono.
Es de notar, que muchos diáconos trabajan en la catequesis bautismal y matrimonial. Ahí no se acaba la actividad diaconal. El diácono, ministro de la palabra, encarna esa palabra en sus ministerios de la liturgia y de la caridad.
(Fuente: www.vatican.va/roman_curia/congregations/cclergi/documents...)

El Santo del día


SAN JUAN BAUTISTA DE ROSSI
(† 1764)
 
Juan Bautista de Rossi nace el 22 de febrero de 1698 en Voltaggio, pequeña ciudad del arzobispado de Génova.
 Ya desde sus primeros años se le vio inclinado a las cosas de Dios, decididamente llamado al sacerdocio y dotado de no comunes virtudes, que más tarde contrastarían sobremanera con aquella piedad decadente de finales del XVII Y gran parte del XVIII.
 Fue la suya una época de marcado orgullo espiritual y lamentabilísimas desviaciones de la auténtica vida cristiana. Las raíces del jansenismo iban sofocando poco a poco la buena semilla de la sencillez evangélica, de la confianza filial en nuestro Padre del cielo y de la caridad fraterna con sus hijos, los hombres de la tierra.
 En Francia se vivía por entonces el ambiente morboso de las Provinciales, reavivado en parte por las convulsiones y excentricidades del oratoriano P. Quesnel, que posteriormente abrirían camino al humanismo desenfrenado y a la nueva filosofía, abiertamente opuestos al genuino sentido religioso y a la autoridad de los papas.
 No se libraba de estas influencias jansenistas ni la misma Roma, que había de ser el teatro silencioso de las virtudes de nuestro De Rossi. En plena curia romana, con el pretexto de una renovación en el campo de la piedad cristiana y de las nuevas formas de la Iglesia, se urdían maniobras descaminadas.
 Es verdad que la doctrina jansenista en Italia fue más política que teológica. Pero no podían menos de sembrar confusionismos ciertas ideas que poco a poco iban calando en la sencillez del pueblo. Se combatía el absolutismo papal, se proclamaba la autonomía de los obispos, se concedía a los seglares una injerencia indebida en las cosas eclesiásticas, se propugnaban reformas peligrosas en el culto y devociones... Pretendían, en una palabra, dar a la formación cristiana unos módulos demasiado íntimos y personalistas, con innegable desprecio de las obras externas, de la jerarquía y del consiguiente espíritu de sumisión.
 La divina Providencia, sin embargo, siempre solícita por los intereses de su Iglesia, cuidó de suscitar en ella una serie de hombres auténticamente cristianos y evangélicos. Fue éste, sin duda, el mejor y más declarado mentís a estas innovaciones sin camino.
 Contemporáneos de nuestro Santo fueron los grandes fundadores San Alfonso María de Ligorio (1696), San Pablo de la Cruz (1694), San Juan Eúdes (1601), el Venerable Olier (1608), Bérulle, el jesuíta Scaramelli, etc. Poco tiempo después sería discípulo suyo el angelical San Juan Andrés Parisi, a quien nuestro Santo gustaba de comparar con San Luis Gonzaga.
 También reinaba este ambiente de lucha antijansenista en el famoso Colegio Romano de la Ciudad Eterna, donde, a sus trece años, ingresó el pequeño Rossi, para permanecer allí y formarse hasta su ordenación sacerdotal.
 Las sanas doctrinas de maestros tan preclaros como los padres Tolomei, Juan de Ulloa, Giattini, y sobre todo los testimonios vivos de apostolado y virtud que pudo contemplar a su alrededor, fueron sembrando en su alma aquellos genuinos amores que más tarde serán los únicos resortes de su santa vida.
 Precisamente por aquel tiempo era famoso en Roma el rector del Colegio Romano, padre Annibale Miarchetti, devotísimo del Sagrado Corazón y activo promotor de la catequesis entre los niños pobres y la gente más sencilla, a quienes recogía y cuidaba en la iglesia de San Ignacio. Con él, el padre Pompeo de Benedictis († 1715), que componía versos latinos a la vez que mortificaba su cuerpo con ásperas penitencias y gastaba su vida en hacer el bien a los necesitados. Fue el fundador de la Congregación de los Apóstoles, similar a las Congregaciones Marianas, compuesta por jóvenes romanos que aprendían de su director a hacer oración, a visitar casas de beneficencia y hospitales y a hacer el bien y repartir amor entre sus compañeros.
 Enseñanzas, virtudes y ejemplos que había de aprender tan al vivo uno de sus discípulos más aventajados, Juan Bautista de Rossi.
 Para Jesús —y es ésta nota dominante de su Evangelio— la caridad, o amor a Dios y al prójimo (único principio con dos manifestaciones, distintas sólo en apariencia), es la manifestación auténtica de la santidad y la única disposición del alma que dignifica, ennoblece y hace verdaderamente cristianas todas las demás manifestaciones del espíritu.
 Y la prueba inequívoca de nuestro amor a Dios —también es doctrina explícita de Cristo— es el amor al prójimo. Amor que debe extenderse a todos, incluso a los que nos persiguen y calumnian, para así ser verdaderamente hijos del Padre celestial, que hace lucir su sol y envía su lluvia sobre los justos y sobre los pecadores (Mt. 5,45).
 Por eso quiso Jesús hacer de la caridad "su mandamiento" (Jn. 15,22), y el distintivo de sus verdaderos discípulos, más exacto y seguro que cualquiera otra señal externa (Jn. 17,21).
 Y, en el último juicio que Él hará de la conducta de los hombres, será la caridad la norma para distinguir las vidas auténticamente puestas a su servicio: “Venid, benditos de mi Padre, porque tuvisteis caridad con vuestros prójimos" (Mt. 25,34-35).
 Sucede a veces que esta fundamental y primerísima doctrina en la concepción cristiana de la vida queda soterrada bajo el cúmulo de otras normas, fórmulas y prácticas, que nacen más del pensamiento de los hombres que de las fuentes del Evangelio.
 No sucedió así en la vida de San Juan Bautista de Rossi. Aún se recuerda en Roma al "padre de los pobres" y al "amigo de los humildes". Imitador fiel del único Maestro, pudo también sintetizar su vida en aquellas palabras evangélicas: "Pasé por la tierra haciendo el bien". Sin ruidos estridentes ni resonancias aparatosas, pero con toda la imponente fuerza y trascendencia de la verdadera caridad cristiana.
 Ya colegial, y mientras sigue los estudios teológicos en la Minerva, forma parte de la Congregación, y gasta muchas horas en visitar, con los demás congregantes, los hospitales y casas de los pobres. Apostolado oculto y humilde, que no abandonará durante toda su vida, aun después de haber aceptado, contra su voluntad, la canonjía de Santa María in Cosmedín.
 El 8 de marzo de 1721 fue ordenado sacerdote, y aquel mismo día hace voto de no aceptar ninguna prebenda eclesiástica, iniciando su sagrado ministerio en el Hospicio de Pobres de Santa Galla.
 En las actas de beatificación y canonización se da cuenta con detalle del celo, humildad y caridad sorprendentes que logró llevar nuestro Santo hasta el grado máximo de la heroicidad.
 Fue el sacerdote De Rossi varón ejemplar, modelo acabado de ministro evangélico, hecho todo para todos para ganarlos a todos en Dios.
 Pero lo que más llama la atención en su vida fue aquella predilección constante, afectiva y efectiva, que mostró siempre por los más desatendidos y sin relieve en la sociedad. Los hospicianos, los presos, los vagos de profesión, los ignorantes y analfabetos, los niños harapientos y pillastres, fueron sus mejores compañeros por aquellas calles de Roma,
 A imitación de San Felipe de Neri, a quien profesaba por su parte una devoción entrañable, fue en su tiempo San Juan Bautista de Rossi el protector de pobres y afligidos, el consejero, abogado, amigo y maestro de todos. Sacerdote entrañablemente enamorado de Dios y de los hombres, no aguantó el espectáculo de un amor incomprendido y supo clavar en las carnes de sus hermanos el grito de salvación y de carida.
En 1731, imitando los célebres hospicios romanos, funda uno parecido para mujeres sin casa y desamparadas. Él mismo las recogía y las cuidaba espiritual y temporalmente, hasta conseguir colocarlas y proporcionarles un medio de vida digna y cristiana.
Unos años más tarde, en 1737, muere un primo suyo, Lorenzo, canónigo de la basílica de Santa María in Cosmedín, de Roma. Y Juan bautista, a pesar de su voto y de la abierta repugnancia que siempre experimentó hacia toda clase de cargos honoríficos, no tuvo más remedio que aceptar, bajo obediencia, este que quedaba vacante. Fue un mero cambio de ambiente, que en nada había de afectar a su camino trazado.
En su nueva condición seguirá siendo el sacerdote ejemplar y fiel cumplidor de sus deberes. El servicio del coro, el confesonario, el púlpito, la enseñanza del catecismo... llenarán todas las horas de sus días.
Su fama de santidad y de caridad alcanza los últimos rincones de la Ciudad Eterna. No hay cárcel, hospicio u hospital que no sea testigo de su celo, de su cariño y de su comprensión. Diligente, infatigable, siempre dispuesto, no descansó hasta convertir el fuego del amor que le abrasaba el alma en grito constante de su garganta y en entrega martirial de su vida.
Tal vez no se pueda decir mucho más de la vida de San Juan Bautista de Rossi. Ni casi sus mismos contemporáneos se dieron cuenta del hombre de Dios que estaba conviviendo con ellos con un corazón muy grande, doblemente apasionado por Dios y por sus hijos, los hombres.
Así suele ser siempre de sencilla y natural la auténtica santidad. Como el Evangelio, Como María, la Madre de Jesús, y José, el Esposo de María. Como el mismo Cristo, de quien casi sólo pudieron decir sus contemporáneos que pasó por la vida haciendo el bien,
Juan Bautista de Rossi, formado en la mejor Universidad eclesiástica del mundo, educado en un famoso Colegio, con una Roma delante, donde era tan fácil la lisonja y los puestos de grandeza, lo deja todo para entregarse a quienes necesitaban su vida y su caridad. Creyó en la palabra de Cristo y supo ser el buen pastor que pierde su vida para ganarla.
Pobre vino al mundo. Pobre vivió entre los pobres. Y muy pobre murió el 23 de mayo de 1764. Espléndido epitafio para su tumba de sacerdote.
Su tumba se conserva en la iglesia de Santa Trinidad del Pellegrini.
Y aún se recuerda en Roma al "padre de los pobres" y al "amigo de los humildes".
Pero nuestro Dios, el buen Padre de los cielos, que tanto se complace en levantar a los humildes y sencillos, quiso bien pronto darle a conocer entre las gentes.
Fue en tiempos de Pío IX cuando se inició la causa de beatificación de este escondido sacerdote y canónigo romano.
Confirmados al fin unos milagros, excepcionalmente sorprendentes por las circunstancias que los acompañaron, fue beatificado el 13 de mayo de 1860.
En 1879 vuelve a hablarse de nuevos milagros obrados por la intercesión de nuestro Santo. Y ese mismo año se da el decreto que los aprueba, y con ello un paso decisivo para la canonización del sacerdote romano Juan Bautista de Rossi.
Por otro decreto de abril de 1881, siendo relator de la causa el cardenal Miecislao Leodochowski y promotor de la fe el padre Salviati, se da permiso para que se proceda a ella.
Y al fin, el 8 de diciembre de este mismo año, juntamente con los Beatos José de Labre, Lorenzo de Brindis y Clara de Montefalco, fue elevado a la Gloria de Bernini por Su Santidad León XIII.
El Papa de los obreros había servido a la Providencia para glorificar al Santo escondido de los pobres y de los humildes, San Juan Bautista de Rossi.
(Fuente: Mercaba.org)