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San Romualdo, como fundador
de la Orden contemplativa de los
Camaldulenses, es uno de los mejores representantes de la tendencia reformadora
de fines del siglo x y del siglo xi,
como reacción contra el deplorable estado de relajación en que se hallaba la
Iglesia católica y gran parte de la vida monástica del tiempo. El movimiento
renovador más conocido y más eficaz para toda la Iglesia en este tiempo fue el
cluniacense, iniciado a principios del siglo x en el monasterio de Cluny. Pero en Italia tuvo manifestaciones
características de un ascetismo más intenso, que tendía a una vida mixta, en
que se unía la más absoluta soledad y contemplación con la obediencia y vida de
comunidad cenobítica.
El resultado fueron las nuevas Órdenes de Valleumbrosa y de los Camaldulenses y los núcleos
organizados por San Nilo y San Pedro Damián.
San Romualdo,
de la familia de los Onesti, duques de Ravena, nació probablemente en torno
al año 950 y
murió en 1027. Es cierto que su biógrafo San Pedro Damián atestigua que
murió a la edad de ciento veinte años; pero ya los bolandistas corrigieron
este testimonio, que, como resultado de modernos estudios, no puede mantenerse.
Educado conforme a las máximas del mundo, su vida fue durante algunos años bastante
libre y descuidada, dejándose llevar de los placeres y siendo víctima de sus
pasiones. Sin embargo, según parece, aun en este tiempo, experimentaba fuertes
inquietudes, a las que seguían aspiraciones y propósitos de alta perfección. Así se refiere que,
yendo cierto día de caza, mientras perseguía una pieza, se paró en medio del
bosque y exclamó: "¡Felices aquellos antiguos eremitas que elegían por
morada lugares solitarios como éste! ¡Con qué tranquilidad podían servir a Dios, apartados por
completo del mundo!"
Un hecho
trágico le dio ocasión para
abandonar el mundo. En efecto, su padre, llamado Sergio y hombre imbuido en los principios mundanos, se lanzó a un
duelo con un pariente, obligando a Romualdo a asistir como testigo. Terminado el duelo
con la muerte del adversario, Romualdo sintió tal remordimiento por aquella muerte y tal repugnancia por el mundo,
que se retiró al monasterio benedictino de Classe, cerca de Ravena, con
el fin de hacer penitencia. Tres años pasó allí entregado a las mayores
austeridades, y al fin se decidió a suplicar su admisión en el monasterio. El abad
tuvo especial dificultad por no contrariar a su padre Sergio; mas, por intercesión del arzobispo de Ravena,
antiguo abad de Classe,
le permitió al fin vestir el hábito benedictino, en aquel célebre monasterio.
Pero entonces comenzó un nuevo género de dificultades. La
vida de observancia y penitencia del nuevo monje constituía una tácita
reprensión para muchos religiosos de aquel monasterio, más o menos relajados.
Por esto, se fue formando tal oposición contra Romualdo que, en inteligencia con el abad, se vio obligado a retirarse a un
lugar solitario cerca de Venecia, donde se puso bajo la dirección de un tal
Marino. Este, con sus formas rudas y su austera ascética, contribuyó
eficazmente al adelantamiento de Romualdo
en la perfección religiosa, y tal fue el ascendiente de santidad que ambos
llegaron a alcanzar, que el mismo dux de Venecia, San Pedro Orseolo, se
sintió impulsado a abandonar el mundo y entregarse a la vida solitaria. Así
pues, ambos, juntamente con Pedro Orseolo, se dirigieran a San Miguel de
Cusan, donde se entregaron a las más rigurosa vida solitaria. Movido por el
ejemplo de su hijo, también el duque Sergio se retiró al monasterio de San Severo, cerca de
Ravena, para expiar sus pecados. Sin embargo, después de algún tiempo, vencido
por la tentación, intentaba volver a su antigua vida; pero entonces su hijo
Romualdo, abandonando su retiro, acudió a su lado y consiguió mantenerlo en
aquella vida de penitencia, en la que perseveró hasta su muerte.
La vida de San Romualdo durante los treinta años siguientes
constituye un verdadero prodigio de ascetismo cristiano. En el monasterio de
Cusan se puso bajo la dirección del abad Guérin, de quien obtuvo el permiso de
retirarse a un lugar solitario, próximo a la abadía, donde se entregó durante tres años a las mayores
austeridades.
Ponía ante sus
ojos la vida de los santos y procuraba imitar los excesos de penitencia que
ellos habían practicado. Como los antiguos anacoretas del desierto se habían
impuesto ayunos rigurosísimos, Romualdo quiso también seguir su ejemplo.
Durante estos años, Romualdo no comía más que el domingo, y aun entonces, una
comida sumamente frugal.
En medio de todo esto, lo acometió el enemigo con las más
molestas tentaciones. Ponia ante los ojos con la mayor viveza los
atractivos de la vida del mundo, mientras, por otra parte, la representaba la
inutilidad de los esfuerzos que realizaba y de la vida que llevaba. Frente a
los repetidos asaltos del enemigo, Romualdo se entregó más de lleno a la
oración, de donde sacaba la fuerza necesaria para mantenerse firme en la lucha.
Según se refiere, el enemigo llegó a maltratar cruelmente su cuerpo, con el
objeto de apartarlo de aquella vida de austeridad. Más aún, excitando en su
imaginación durante la noche imágenes feas y espantosas, trataba de
amedrentarlo con el ejercicio de la vida de perfección.
Pero Romualdo, fiel a la oración y puesta su confianza en
Dios, salió victorioso de todas estas batallas. Hacia el año 999 volvió a
Italia y se incorporó de nuevo al monasterio de Classe, donde, en una celda
solitaria, continuó la vida de penitencia y de retiro que había comenzado. Allí
se renovaron los asaltos del enemigo. Las crónicas antiguas refieren que, habiéndolo el
demonio flagelado
cruelmente un día en el interior de su celda, Romualdo se dirigió al Señor con
estas palabras: "Dulcísimo Jesús mío, ¿me habéis abandonado por completo
en manos de mis enemigos?" Al oír el demonio el nombre de Jesús, huyó
rápidamente, a lo que siguió una gran tranquilidad y dulzura del alma.
Pero Romualdo tuvo que superar
otras muchas dificultades, con las que se fue purificando su alma y aquilatando
su virtud, hasta disponerlo definitivamente a la fundación de la nueva Orden de
los Camaldulenses. Estas dificultades le vinieron de sus mismos monjes.
Viviendo él en su retiro, no lejos del monasterio de Classe, un rico caballero
le envió una limosna de siete libras para que las distribuyera entre los monjes
pobres. Así lo hizo él inmediatamente, repartiéndolo entre otros monasterios
más pobres que el suyo, por lo cual los de su monasterio se enfurecieron contra
él, y como ya estaban resentidos por sus grandes austeridades,
lo tomaron aparte y, después de azotarlo bárbaramente, le obligaron a
retirarse.
Pero, precisamente entonces,
quiso el Señor valerse de él para la reforma de aquel monasterio de Classe. En
efecto, hallándose a la sazón en Ravena el emperador Otón III, lleno siempre de
los más elevados ideales de reforma
eclesiástica, trabajó eficazmente para la reforma del monasterio de Classe, y
para ello obtuvo de sus monjes que eligieran como abad a Romualdo. El mismo en
persona fue en busca del solitario y lo introdujo como abad y reformador en la
célebre abadía. Efectivamente, durante dos años se entregó con toda su alma a la importante obra de la reforma del
monasterio; pero, viendo que no lograba su intento, acudió al arzobispo de
Ravena y al mismo Otón III, y puso en sus manos su báculo, renunciando a
la dignidad de abad.
Tal
fue el momento preparado por
la Providencia para que iniciara su obra de fundador. En efecto, con toda la
experiencia adquirida durante los largos años dedicados a la vida solitaria, e
impulsado siempre por sus ansias de vida contemplativa y de la más absoluta soledad, pidió
entonces a Otón III le
concediera los terrenos y los medios para la construcción de un monasterio,
donde pudieran entregarse a una vida mixta de
contemplación, soledad y obediencia, y, efectivamente, el emperador le hizo
construir uno en el lugar denominado Isla de Perea
dedicado a San Adalberto, a donde se retiró Romualdo con algunos caballeros del
séquito de Otón III,
que se decidieron a seguirle. Poco después organizó otros centros de vida eremítica en Italia y en la
Istria, y concibió el plan de construir uno en Val de Castro,
consistente en un conjunto de celdas separadas, cuyos moradores debían llevar
una vida de rigurosa soledad, entregados a la oración y penitencia, pero
manteniendo la unión y vida de
comunidad. Con esto debía realizarse su ideal de consagración a Dios.
Entre
tanto, movido del ansia de derramar la
sangre por Cristo, que siempre había sentido, obtuvo del Papa el permiso de
predicar el Evangelio en Hungría. Se puso, en efecto, en marcha; pero, cuando
estaba a punto de llegar a la meta de sus aspiraciones, se sintió atacado por
una enfermedad, y como
esto se repitiera cada vez que intentaba
continuar su empresa, comprendió que no era aquélla la Voluntad de Dios, y así
volvió a Italia.
Entonces, se entregó con toda su alma a la realización definitiva de
su ideal monástico. La fundación se
afianzó en Val de Castro; continuó organizando otros centros semejantes. Llamado a Roma por el
Romano Pontífice, se
dedicó algún tiempo al apostolado y, con la santidad de su vida y sus ardientes
exhortaciones, logró la conversión de muchos pecadores; mas, volviendo a su
ideal monástico, fundó diversos centros en las proximidades de Roma, entre los
que sobresale el de Sasso Ferrato, donde permaneció algún tiempo. Precisamente
en este lugar quiso el Señor que resplandecieran de un modo especial sus
virtudes. En efecto, según refieren sus biógrafos, un señor, a quien Romualdo había tratado de
convertir de su desordenada vida de impureza, lanzó contra Romualdo la más
inicua calumnia. Dios permitió que los monjes, demasiado crédulos, se dejaran
convencer, y así, impusieron al Santo una severa penitencia y le prohibieron
celebrar la santa misa. Romualdo sobrellevó aquella deshonra con el más absoluto
silencio durante seis meses; pero, transcurrido este tiempo, Dios mismo le
ordenó que no se sometiera por más tiempo a una sentencia abiertamente injusta,
pronunciada contra él sin autoridad y sin ninguna sombra de verdad. La primera
vez que celebró la santa misa después de esta prueba apareció, según se
refiere, arrobado en éxtasis.
Después de
esto, ya iniciado el siglo XI, pasó seis años en Monte-Sitrio, donde había organizado un nuevo centro de
vida ascética conforme a su ideal. El mismo era un ejemplo viviente de la vida de
consagración a Dios: guardaba el más absoluto silencio; observaba las más
rigurosas austeridades; rehusaba a sus sentidos todo lo que pudiera darles
alguna satisfacción. El emperador Enrique I, sucesor de Otón
III, en su primer viaje a Italia, quiso visitar a Romualdo, de cuya santidad y
austeridades estaba informado. El resultado de la entrevista fue entregarle el
monasterio de Monte-Amiato,
en Toscana, para que introdujera
en él algunos de sus discípulos. Así lo realizó él, en efecto, durante los años
siguientes. A este tiempo se refieren diversos hechos milagrosos, que las
crónicas le atribuyen; pero estas mismas observan que Romualdo procuraba siempre obrar los milagros de tal manera
que no se le pudieran atribuir a él. Así se refiere que, cuando enviaba a sus
discípulos a alguna misión, les daba pan y diversos frutos benditos, con los
que Dios quiso obrar algunos milagros. Durante un sueño que tuvo por este
tiempo al pie de los Apeninos, mientras andaba en busca de un lugar apropiado
para sus monjes, según refieren las crónicas, vio en sueños una escala que subía de la tierra al cielo,
por donde subían muchos religiosos en hábitos blancos.
Con esto, dio la forma definitiva a sus fundaciones. Así, al fundar en
1012 el monasterio de Campo Maldoli (que se abreviaba Camaldoli) puso en práctica el ideal de vida en celdas
independientes, del más riguroso silencio, gran austeridad de vida, pero bajo
la obediencia a su superior, vida común y demás obligaciones impuestas por la
regla, a lo que se añadió el hábito blanco. En realidad, pues, la obra del
fundador de los Camaldulenses, San Romualdo, no comienza en 1012 con el
establecimiento del monasterio de Campo Maldolo o Camaldolo. Esta fundación, significa más bien el complemento final de
San Romualdo.
Su obra se prepara con la práctica de sus largos años de vida sol¡taria en los monasterios
de Classe, Cusan y otros lugares
en que vivió vida solitaria, y se realiza, desde principios del siglo XI, en la
Isla de Perea, en Val de Castro, Sasso Ferrato, Monte-Sitrio, Monte-Amiato y, finalmente, en Camaldolo.
El motivo
de haber tomado la Orden por él fundada el nombre de Camaldulense fue,
como se interpreta comúnmente en nuestros días, porque en Camaldolo se realizó
plenamente el ideal de San Romualdo. Por lo demás, es conocida la explicación que se ha
dado tradicionalmente a esta denominación. Se supone que aquel monasterio se
llamó Campo Maldolo por ser donativo de un caballero llamado Maldoli. Pero frente a esta
explicación, se ha averiguado
que la donación fue hecha por
Teobaldo, obispo de Arezzo. En todo caso, consta que el nombre del monasterio
fue Campo Maldolo o Camaldolo.
Tal fue
la obra de San Romualdo, que halló en este monasterio su más perfecta
realización, con lo cual se consolidó definitivamente este nuevo tipo de vida,
mezcla ideal de la vida anacorética
y cenobítica, que
luego imitaron los cartujos y otras órdenes. Una vez establecido y bien organizado este
monasterio, Romualdo volvió a su
vida ambulante, visitando y afianzando los demás centros por él fundados.
Finalmente, sintiendo que se aproximaba su fin, se retiró a Val de Castro,
donde expiró el 7 de febrero de 1027, estando enteramente solo en su celda.
Según se atestigua,
veinte años antes había profetizado que moriría en este lugar, en esta fecha y
en esta forma en que moría,
La Orden
de los Camaldulenses fue aprobada definitivamente por Alejandro II
(1061-1073) en 1072. Contaba entonces solamente nueve monasterios. El cuarto
General, Beato Rodolfo, redactó en 1102
las constituciones definitivas, en las que se mitiga un poco el extremado rigor
primitivo.
(Fuente: mercabá.org)
(Fuente: mercabá.org)